PRIMER CENTENARIO DEL CINE.
DE "EL JOVENCITO SEPTIMO ARTE" Por Waldemar Verdugo Fuentes.
Friday, March 21, 2014
FRAGMENTOS DE EL JOVENCITO SÉPTIMO ARTE por Waldemar Verdugo Fuentes
-EL JOVENCITO SÉPTIMO ARTE (100 años de cine continuado)
Crónica con entrevistas a los hacedores pioneros de la historia del primer centenario del cine.
Primera Parte Inscripción Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, Departamento de Derechos Intelectuales N° 94.857, 20 de noviembre de 1995. Segunda Parte Inscripción N° 123.472, 6 de diciembre de 2001, Chile. ISBN 9789563534603 Fragmentos publicados en Chile, México y USA citados en Hemerografía final.
Esta es una historia con entrevistas y crónicas de los primeros 100 años del cine que gira en torno de quienes lo realizaron: artistas, escritores, directores y técnicos sobresalientes, esto es, en torno a personas de talento inventivo y creador que, particularmente, han generado un aporte sobresaliente en USA, México y Chile, para invitar al amable lector a internarse en escenas trazadas por pioneros del Séptimo Arte.
http://www.amazon.com/dp/B00HBJHQ50
Thursday, December 29, 2005
9) LA REALIDAD CON MUSICA Y RISA DE FONDO.
Por Waldemar Verdugo.
-La música como elemento del Cine
-La carcajada en una sala oscura
-Chaplin y la desolación del mundo
-Buster Keaton jamás rió
-La destrucción sin medida de Laurel y Hardy
-Borges aplaudió a los Hermanos Marx
-La risa dramática de ciertos pioneros
-Erase una estrella a una nariz pegada.
-Entrevista a Mario Moreno "Cantinflas".
LA REALIDAD CON MÚSICA DE FONDO
Un actor vital del cine es la música. Crear mundo, profundizar las atmósferas y definir caracteres. Esas han sido algunas de sus tareas, fundidas al arte de las imágenes desde antes de la aparición del cine sonoro. Sabemos que esta alquimia del cine se inició en nuestros países de América casi de inmediato con un músico y su instrumento junto a la pantalla, especialmente un hombre y su piano intentando seguir el avance de los fotogramas. Luego fue toda una orquesta, en que el director incluso construía fragmentos musicales adecuados a lo que se veía, en un juego de malabar que subrayaba la acción con ritmos y comentarios musicales paralelos. En la primera época no se compuso especialmente para el cine, pero hubo excepciones, como la obra de Meisel para "El Acorazado Potemkin" (1925), de Sergei Eisenstein, que fue popular en el mundo de entonces. Sólo a partir de 1927, implantado el sonido, fue obvio que a la imagen y al diálogo le era necesaria la música de fondo. Fue de inmediato evidente que la partituta en sí debía constituir un todo armónico con lo que se mostraba, y no apenas un agregado.
Sin embargo, la entrada de la música como elemento cinematográfico no fue fácil. Considerando que en el cine las imágenes eran lo importante, su uso fue debidamente comentado. Desde Francia, Maurice Jaubert, que escribió la música para "El último millonario" (de René Clair, 1934) y para "La Atalaya" (de Jean Vigo, 1933), declaraba: "No vamos al cine para oír música. Exigimos que ella profundice y prolongue en nosotros las impresiones visuales de la pantalla. Su tarea no consiste en explicar estas impresiones, sino en agregarles un matiz específicamente distinto, y si así no fuera, la música para películas habría de contentarse con ser perpetuamente redundante." En "La Atalaya" el tema de una canción aparece, por primera vez, como leit motiv durante toda la película y, distorsionado, se impone cuando los amantes evocan.
La llamada música "incidental" fue otra opción que surgió, cuando la partitura sólo establece ligazones entre los episodios, y se vincula estrechamente con la atmósfera en manera premonitoria, como las cuerdas que anticipan y concluyen el suicidio del marido paralítico de la protagonista en "Esposa por una noche", de Edmond Greville. Para Maurice Jarré, uno de los músicos europeos establecidos con enorme prestigio en Hollywood, autor de la música de cintas como "Doctor Zhivago" y "Lawrence de Arabia"), para él la música ha evolucionado con la técnica cinematográfica y con el público: "La audiencia actual no tiene necesidad de que le expliquen los saltos de tiempo y de lugar. Así, es posible trabajar con secuencias musicales que se desarrollan durante toda la cinta. Ya no existe ese problema de tener que confirmar con el sonido una explicación que, además, se da en el plano visual. Vale decir que la música es ahora más un contrapunto que un acompañamiento."
También en estos primeros 100 Años hubo películas en que la música se hizo parte insustituible, como las melodías de Max Steiner para "Lo que el Viento se Llevó", de la obra de Margaret Mitchel. O como la música de Henri Mancini para la popular "Pantera Rosa". En 1941, Bernard Hearmann sorprendió con su partitura para "El Ciudadano Kane", que enmarca el genio de Orson Welles. Otros compositores para el cine, clásicos en América, son Alex North, Miklos Rozza, Alfred Newman, Frank Waxman, André Previn... algunos devinieron al Séptimo Arte de la música clásica, como Béla Bartok, Aaron Copland y Erick Korngold, el austríaco compositor de óperas como "Violanta" y "Die Tote Stadt".
Lo cierto es que el cine no pudo sustraerse de la música clásica, como la ópera, por ejemplo, aunque sin mayor acierto, pero, al menos ha rescatado voces y sinfonías en interpretaciones enormes. Entre las numerosas producciones para el género operístico que hemos visto en nuestros países de América, podemos mencionar:
-"Aída", de Verdi. Dirección: Clemente Fracassi. Con Sophia Loren doblando a Renata Tebaldi, 1951.
-"I Pagliacci", de Leoncavallo. Con Gina Lollobrigida y Tito Gobbi, 1951.
-"La Favorita", de Donizetti. Dirección: Cesare Barlacchi. Producción de Carlo Ponti con Sophia Loren doblando a Palmira Vitali-Marini, 1952.
-"La voz humana", de Poulenc. Dirección: Dominique Delouche. Con Denise Duval, 1970.
-"La Flauta Mágica", de Mozart. Dirección: Ingmar Bergman, 1973. Que se considera uno de los más acertados intentos.
-"Don Giovanni", de Mozart. Dirección: Joseph Losey. Con Eda Moser, Kiri Te Kanawa, Ruggero Raimondi y Teresa Berganza.
-"El Castillo de Barba Azul", de Bartok. Dirección: George Solti, 1980.
-"Parsifal", de Wagner. Dirección: Jurgen Syberberg. Con Michael Kutter y Edith Clever. Considerada obra maestra de este grupo según los entendidos, 1982.
-"La Traviata", de Verdi. Dirección: Franco Zeffirelli. Con Teresa Stratas y Plácido Domingo, 1982.
-"Carmen", de Bizet. Dirección: Francesco Rosi. Con Julia Migenes-Johnson y Plácido Domingo, 1985.
-"Macbeth", de Verdi. Dirección: Claude D'Anna, 1985.
-"Otello", de Verdi. Dirección: Franco Zeffirelli. Con Plácido Domingo, Katia Ricciarelli y Justino Díaz, 1987.
Entre las películas que hemos visto que tocan el tema de la ópera están: "Una noche en la Opera", de los Hermanos Marx; "El joven Caruso", con Mario Lanza; "Vértigos", de Christine Laurent, basada en una representación de "Las bodas de Fígaro"; "La muerte de María Malibrán", de Werner Schroeter; "Encuentro con Venus" (1991) de Istvan Szabo, con Glenn Close doblando a Kiri Te Kanawa; "E la nave va", de Fellini. Ken Russel nos ha entregado: "Mahler", "Lisztomanía" y "La última danza de Salomé". También hemos visto la cinta "Aria" (1988), en la que directores como el mismo Ken Russel, Robert Altman, Jean-Luc Godard, Franc Roddam y Nicolas Roeg divagan sobre fragmentos de "Turandot", "Un baile de máscaras" y "Tristán e Isolda", entre otras.
También hay piezas musicales que ocuparon un sitio propio en la historia del Séptimo Arte. Como "Samba da bencao" de Baden Powell, para "Un hombre y una mujer", de Claude Lelouch (1966); o las colaboraciones de Nino Rota para Luchino Visconti ("Noches Blancas", 1957; "El gatopardo", 1963); para Franco Zeffirelli ("Romeo y Julieta", 1968); Para Francis F. Coppola ("El Padrino", 1972)... también el citado antes Maurice Jarre ha escrito algunas de estas piezas únicas, como sus contribuciones en películas de David Lean (como el recurrido "Tema de Lara" para "Doctor Zhivago"); Visconti ("Los malditos") y Peter Weir ("Testigo en peligro", "La costa Mosquito", "El año que vivimos en peligro"). También debemos citar a Ryuchi Sakamoto y su creación para "El último Emperador" de Bertolucci; a Ennio Morricone, con su sugestiva partitura para "La Misión", de Roland Joffe (que actualmente, por ejemplo, se puede escuchar en los matrimonios eclesiásticos que se celebran en Santiago de Chile, como parte usual del acto religioso). También Alan Parker, con "Pink Floyd, The Wall", hizo un aporte en 1982, en un film que se ha convertido en objeto de culto para fanáticos del grupo.
Al final de estos primeros 100 Años del Cine, entre los escritores de música más populares en América, además de Jarre, podemos citar a Jerry Goldsmith y John Williams (el compositor de Steven Spielberg para filmes como "Encuentros cercanos", "E.T." y "Jurasic Park".) También inician su escalada Howard Shore, colaborador de Cronenberg; Angelo Baladamenti, de David Lynch, y Danny Elfman, de Tim Burton.
La crítica musical considera, generalmente, un género menor la música escrita para el cine. Pero pocos creadores del siglo han logrado sustraerse a su llamado, primero, porque la novedad es irresistible, segundo, porque el público es todo el mundo, y, tercero, porque permite cualquier fantasía, ya que su interpretación da un sentido dinámico al espacio, en que el baile también ha ocupado un sitio propio. El propio Thomas A. Edison tiene en su hoy legendario catálogo algunos temas dedicados a la danza, pero es "Danse sur scene" (1896) la primera cinta de baile que figura en el catálogo más antiguo de la productora Lumiere. De 1900 data "Danseuses mondaines", con música sincrónica, y de 1922 "Salomé", de Charles Bryant, con Alla Nazimova al ritmo de los velos de Richard Strauss. En 1926, los hermanos Warner, al borde de la quiebra, presentaron el sistema sonoro Vitaphone aplicado a "Don Juan" de Alan Crosland. Era la simple sincronización de una partitura escrita especialmente para el filme y se convirtió en el primer triunfo del cine musical, conslidado al año siguiente con ""El cantor de Jazz" (1927). En febrero de 1929, la MGM entrega "Melodías de Broadway", con un tema al que desde entonces se recurre con frencuencia: el interior de los teatros de revista y las peripecias que vive un autor o empresario que no consigue montar el espectáculo de sus sueños. De estas comedias musicales americanas los autores más celebrados fueron George Gershwin, Jerome Kern, Cole Porter, Irving Berlin (nacido en Europa) y Richard Rodgers. De 1929 data "El desfile del amor" con Maurice Chevalier y Jeannette Mac Donald, que consagró a Ernst Lubistch como "el gran creador de películas musicales de Hollywood". Cuatro años después vino "La calle 42" de Lloyd Bacon, que afianzó el gusto por el cine musical en el público norteamericano, aunque sin mayor suerte en los otros países de América. A mediados de la década de 1930, el boom estalló en todos nuestros países cuando surgen Fred Astaire y Ginger Rogers bailando en "Volando hacia Río" (1933, de Thorton Freland), y en otras como "La alegre divorciada" y "Sombrero de copa" (con música de Irving Berlin); Astaire, dirigido por Vincent Minelli protagoniza "El gran Ziegfeld", un clásico con música de Ira y George Gershwin, pero se consagra con "Un americano en París" (1951), que también consagra a Minelli. En 1939, de Norte a Sur de América se impone Judy Garland en "El Mago de Oz", dirigida por Victor Fleming, donde canta la famosa "Over the rainbow", de Herbert Stothart. En 1944 surge Gene Kelly que hizo para la Columbia "Cover girl", con Rita Hayworth (que hizo bastante por acercar este género al cine, en que destaca como una de sus mejores intérpretes desde que ella se inicia cantando y bailando en Tijuana, México, donde es descubierta por Hollywood). Gene Kelly luego filma para la MGM, "Leven anclas" (con Frank Sinatra y la actuación especial del pianista José Iturbi), que anuncia filmes como "Un día en Nueva York" (1949) y "Cantando bajo la lluvia" (1952, considerada obra maestra del cine musical). Después de 1955 el cine musical sufre un olvido, especialmente obligado por el alto presupuesto de las producciones. De ese tiempo en crisis del género datan "Carrousel", de Henry King, y "El rey y yo", de Walter Lang. De la década de 1950 y 1960 son también las películas de Elvis Presley y The Beatles, algunas de cuyas canciones, según ciertos entendidos, serán clásicas en los siglos que vendrán.
En 1961 renace el género con "West Side Story", de Robert Wise y Jerome Robbins, un amor sin barreras adaptado de la historia de "Romeo y Julieta" trasladada a un problema racial en medio de los rascacielos de Nueva York, con música de Leonard Bernstein de fondo. La película abrió la era del supermusical en 70 milímetros. Cruzan nuestras pantallas "Mi Bella dama" (1963, de George Cukor, con Rex Harrison y Audrey Hepburn); "La Novicia Rebelde" (1965, de Robert Wise, con Julie Andrews), y "Camelot" (1968, de Joshua Logan). En 1968 también se hace popular en todos nuestros países de América la soberbia Barbra Streisand, con "Funny Girl", de William Wyler; la Streisand en 1969 filma "Hello Dolly", dirigida por Gene Kelly, que, de alguna manera, cierra un ciclo del cine musical cuando Hollywood se juega a una sola carta (algo después dudoso por los cambios socio-económicos), pero que en este caso fue un cierre acertado, porque la cinta fue un éxito.
Europa ha hecho poco al respecto. En verdad, al menos entre lo que vimos en nuestros países de América, sólo recordamos "Los Paraguas de Cherburgo" (1964), de Jacques Demy y Michel Legrand, con la bellísima Catherine Deneuve y Nino Castelnuovo, que aportó una calidad desconocida en el género, porque es una película íntima y verdadera a pesar de ser cantada de principio a fin: canciones de la cinta como "Ne Me Quitte Pas", popularizada por Jacques Brel, hasta hoy se escuchan con agrado. La belleza de la Deneuve se hizo clásica en nuestros países desde entonces; estos últimos años la actriz francesa tuvo un resurgimiento mundial a partir de ser dirigida por el chileno Raul Ruíz en cintas memorables que tratamos aparte.
Entre los musicales más cercanos a la celebración de los primeros 100 Años del cine, destacan "Cabaret" (1972, de Bob Fosse con Liza Minelli); un año después se ubica una cinta musical que se convirtió en el símbolo de una época: "Jesucristo Superestrella" (1973, dirigida por Norman Jewison), y que en gran medida expresó el fuerte resurgimiento que tuvo la figura de Jesucristo, hijo de María, y el despertar cristiano de los jóvenes de entonces, impactados por dos guerras mundiales, los hippies y el primer viaje del hombre a la luna.
En 1975 surge "Tommy" (de Ken Russel, basada en la ópera-rock del grupo The Who, con Elton John, Jack Nicholson y Ann Margret, bellísima, que se hizo popular en nuestros países luego de acompañar a Elvis Presley en cintas como "Café Europa"). De 1977 data "New York, New York", de Martin Scorsese, con Liza Minelli y Robert de Niro. De ese mismo año es "Fiebre de Sábado por la Noche", de John Badman, con John Travolta imponiendo su baile respaldado en la música única de Bee Gees (uno de los pocos grupos musicales populares seguramente clásicos de América). De 1978 data "Grease", otro film interpretado por Travolta, ahora con Olivia Newton John, dirigidos por Randal Kleiser (hay una versión II menos exitosa). En 1979, Bob Fosse nos deja "El show debe continuar", con Roy Scheider y Jessica Lange, que finalmente quedaría como intérprete de excelentes cintas dramáticas. En 1979 surge "Hair", de Milos Forman, con coreografías de Twyla Tharp. De 1982 anotamos "Victor/Victoria" de Blake Edwards, con Julie Andrews. De 1983 es "Flashdance", dirigida por Adrian Lyne. Y de 1985 "Chorus Line", con Michael Douglas.
Y EL CINE HIZO REIR AL MUNDO.
Es cierto que el humor, culturalmente, adopta expresiones que son propias del lugar en que se practica. Así el cine lo enseña, y también verifica que a partir de lo nacional se puede llegar a lo universal; porque, se ha dicho tanto, la risa es una sola, una sola carcajada que estalla en las salas oscuras por las ocurrencias geniales de los ídolos del género. Una sola carcajada a la que aspiran todos los que aún hoy ven en el cine también un vehículo de la alegría. Antes dijimos que el astro cómico por excelencia que aporta Latinoamérica en estos primeros 100 años del Séptimo Arte es Mario Moreno "Cantinflas". Con una conversación que tuvimos con el bufo mexicano, en la década de 1980, publicada en VOGUE, cerramos este capítulo. Ahora "Cantinflas" no está, sólo recordaremos que su única aspiración fue hacer reír. La misma aspiración que tuvieron los pioneros, allá cuando se avecindaban los horrores de la Primera Guerra Mundial, cuando desde otra trinchera un hombrecito armado de ternura disparaba tiros certeros introduciendo nuevas formas a la comicidad, a partir de su propio entorno: una sociedad en guerra.
Charles Chaplin se hizo aplaudir luego de una serie de cortometrajes que pasaron inadvertidos. De las 79 películas que realizó, entre cortos, medios y largometrajes, nos legó clásicos del género (como “La Quimera de Oro”). Su aporte al cine conforma toda una época que resucita y se explica con una sonrisa, no siempre amable. De hecho, Chaplin inicia su carrera a partir de una tragedia: el estrepitoso final del cómico Roscoe “Fatty” Arbunkle, que en América Latina conocimos como “Tripitas”, y cuyo oscuro alejamiento de la industria cinematográfica, que anotamos antes, Hollywood debía llenar de alguna forma. Así, en los estudios Keystone, cuando “Tripitas” fue despedido, su ropa había que aprovecharla de algún modo. Y Chaplin, escuálido frente al gordo caído en desgracia, se embute en las ropas descomunales: un pantalón demasiado ancho, por contraste, un saco estrecho, corto, sombrero hongo, chaleco de fantasía. Y un paraguas. Se iba a filmar “Bajo la Lluvia” (“Between Showers”): carreras, saltos, mucha mímica. Ojos negros muy abiertos de la heroína. Y Chaplin, derrotado en el amor, con su indumentaria ridícula, se aleja por el parque desierto. Da la espalda al público y camina contoneándose como pato. Su paraguas, haciendo molinetes en el aire, lo utiliza como bastón. Sueña con el amor de las hermosas protagonistas. Entra a los cabarets de lujo, donde lo apalean y lo expulsan. Es pobre y esmirriado. Débil y valiente. Y se hace símbolo de los millones que lo verán en la pantalla, pobres también, débiles y explotados, que están en ese año de 1914 en el umbral de una guerra feroz. Son pueblos enteros engullidos por las fieras dirigentes. Lujo colosal de la Belle Epoque agonizante, del cual el pueblo es miserable espectador. Gangrena de una sociedad que Chaplin va a ir revelando poco a poco, en la medida en que sus financistas y la Estatua de la Libertad se lo permitieron hasta que se hizo independiente. Era el 28 de febrero de 1914, y en los estudios Keystone en tiempo convulso el personaje ha nacido. Y nada sospecha Chaplin de la historia prodigiosa que va a vivir en el cine, ni ese remedio colosal del humor que va a aplicar como un sanador a ese mundo enfermo. No. Nada sospechó Chaplin: él sólo comenzó a trabajar en lo que se le ocurrió para no morir de hambre.
Chaplin gásfiter llega a una gran mansión a hacer un arreglo. La patrona teme que le roben su cuchillería de plata y lo encierra ostentosamente con llave. Chaplin mira sus pocos pesos en el bolsillo y observa desconfiado a la señora. Guarda todas sus pocas cosas en un mismo lado del pantalón y lo cierra bien con un alfiler; él también tiene que tomar sus precauciones. En “Chaplin empleado de banco”, abre la más gigantesca y complicada caja de caudales. De ella saca ceremoniosamente una escoba y trapos para la limpieza. Va al hall del banco y allí con torpeza ensucia la cara de los opulentos capitalistas con sombrero de copa y frac.
Pero no basta satirizar y burlarse. Hay que explicar, dar a entender lo mejor que se pueda, el por qué de esa sociedad inhumana. Es 1915. Y este hombre se propone además de comer, consolar. Y lo consigue. He aquí el secreto de Chaplin. En medio de sus más estrepitosas carreras, cuando las tortas y pasteles estallan como granadas en el rostro de todos los que le rodean, entre saltos, cabriolas y una comicidad que parece desatada, sin límites, el público puede advertir la nota súbita, amarga, triste. No se trata de hacer reír por reír. La de Chaplin es una risa que hace doler. Y por medio del dolor, enseña. En “Chaplin se Fuga”, toma un helado acompañado de una chica en el balcón de un suntuoso hotel. En el piso de abajo está una señora obesa, enjoyada, respetable. El helado rueda y cae en la espalda de la señora. Ésta toma su quitasol y atribuyéndole al mozo el percance, al pasar éste lo apalea sin piedad. El mozo se va a quejar ante el dueño, pero la señora, que lo persigue hasta la cocina, resbala entre ollas y mermeladas y queda tapada por un betún de cremas. El propio Chaplin explicó la escena: “Por muy sencillo que parezca, aquí se tocan dos resortes de la naturaleza humana. El espectador tiende a sentir las mismas emociones que el actor. Y goza cuando ve ridiculizar a la riqueza y al lujo. Siente que ese es un acto de justicia frente a la miseria reinante. Si el helado, en vez de caer sobre la dama obesa, hubiera manchado a una pobre sirvienta, el acto no hubiera causado risa, sino compasión. Como una sirvienta no tiene una dignidad que perder, de ninguna manera hubiera sido un acto gracioso...”
Así Chaplin reivindica la dignidad de los más desprotegidos. Tapa con pastelazos y humillaciones sistemáticas al que más se cree, a los señores panzudos, a los pocías brutales, ministros hipócritas, funcionarios banales, a damas crueles... Y sistemáticamente levanta la dignidad de los parias: emigrantes sin trabajo, sirvientas sufridas, vagabundos que ven comer a través de los cristales de un restaurante. En una escena célebre, Chaplin ve engullir a un gordo, arrellanado en una cómoda butaca, mientras él, botado en la calle, se siente crujir de hambre, e imitando todos sus gestos termina por comerse sus zapatos.
Es el momento en que Hollywood se convierte en la capital mundial del cine, en una fábrica colosal de películas; es cuando los dólares afluyen y permiten levantar imperios. Mary Pickford, la novia de América, pasea a su perro tirándolo de una correa cuajada de brillantes. Douglas Fairbanks (un actor prácticamente “inventado” por la genial escritora Anita Loss) era el prototipo del norteamericano y de lo que éste deseaba ser: atlético, superhombre, deportivo, invencible. Norteamérica era joven y fuerte. Pero los primeros síntomas de la gran crisis habían también comenzado. El país colosal estaba enfermo de abundancia en pocas manos y de escasez en muchas otras. Eran tan abundantes las cosechas que los precios bajaban y los agricultores preferían quemar sus productos antes que venderlos. En California había tanto algodón que los humoristas proponían que se empleara para pavimentar los caminos. Sería un modo blando de transitar. El problema de distribución y de injusticia era agudo. Para no vender y no bajar los precios, se quemaba todo sin importar el hambre. Ardía el trigo y no había pan. La leche corría tirada por los canales y los niños no podían tomarla. “Tiempos Modernos”, “Luces de la ciudad”, denuncian estos males del sistema. Pero la Estatua de la Libertad se enoja y señala a Chaplin amenazadoramente con el dedo.
El hombre ya no dejaría de ser el Chaplin incómodo, el libre pensador, el opinador político, el genio perseguido hasta el fin (desde los juicios entablados por actrices alegando haber sido seducidas por el bufo enriquecido hasta su prohibición de vivir en Estados Unidos). Cuando, en 1952, en viaje a Europa, se le comunica que tiene prohibido volver, Chaplin declara entonces: “Me he quedado estupefacto. En California vivo hace casi cuarenta años. Es gran parte de mi vida la transcurrida allí, y la casi totalidad de mi trabajo. No soy un hombre político. No puedo ser un superpatriota porque eso lleva al hitlerismo. Sólo cuando me muera dejaré de hacer películas. Algunos me llaman anticuado, otros moderno. ¿A quién creer? Nuestro mundo ya no es el de los grandes artistas. Es un mundo espumante, agitado, amargo, un mundo ahogado por la injusticia y el fanatismo. Yo, Charles Chaplin, declaro que Hollywood agoniza. Las obras maestras no pueden fabricarse en serie como los tractores en las fábricas. La obra de Arte necesita la libertad de creación. Hollywood libra su última batalla, y la perderá a menos que la mentalidad de todo el país sustituya su concepto de lo que es el cine. Es tiempo de tomar un camino nuevo para que el dinero no siga siendo todopoderoso de una comunidad decadente. Durante más de 30 años he vivido prácticamente en una pecera, observado por todo el mundo. Declaro que no soy “rojo”, sino un hombre que cree en la justicia y en la amistad entre todas las naciones. Creo en el poder de la risa y de las lágrimas como contravenenos del odio y del terror. Las buenas películas constituyen una necesidad internacional. Responden a un lenguaje de piedad, de humor y de comprensión que los hombres buscan desesperadamente. Soy un medio para disipar la ola de sospecha y de división que ahora invade al mundo. Hemos visto demasiadas películas llenas de violencia, de sexualidad morbosa, de guerra, de crímenes, de intolerancia, que hacen aún más insostenible la tensión mundial. Si pudiéramos organizar entre las naciones un intercambio de películas que no sean una propaganda agresiva sino que hablen del lenguaje de los pueblos, del hombre y la mujer sencillos...”
Ciertamente el arte revolucionario de Chaplin nació del pueblo. En estos primeros 100 años el cine tuvo en él a uno de sus forjadores más idóneos, al tomar las posibilidades de alusión sicológica cinematográfica donde la había dejado David Wark Griffith. Guiado por el instinto y formado en el teatro de revistas, Chaplin logra crear un personaje delirante, absurdo pero verosímil, cercano, que involucra y no aleja. Es un personaje doloroso, el que nada espera, el vagabundo, un solitario. Es, justamente por no integrarse a la máquina social, un individuo que puede recorrerla impunemente, ejerciendo con su sola presencia una crítica al sistema que abomina de la individualidad. Por esto encarna una utopía colectiva. Y lo hace como nadie antes: explorando las posibilidades del cine, inventando costumbres en un arte nuevo, como esa que impone de actuar de espaldas a la cámara, que nos queda como su mayor imagen de la desolación. De Buster Keaton -tan grande como él, pero más tímido- aprendió la forma avanzada de comedia que consigue expresar un aspecto del mundo de los objetos; aún cuando si los objetos para Keaton eran parte natural de la vida, incorporándolos triunfalmente a sus personajes, en Chaplin conforman un entorno agresivo, con vida ajena a él. Chaplin es un estado de ánimo, una forma dramática de enfrentar al mundo, cuando se ríe por no llorar. También es una forma mítica del cine: a Hitler se le reconoció al principio “por su bigotito a lo Chaplin”. También es, más que ninguna otra cosa, un romántico, un idealista, y, en este aspecto, rescata una de las cualidades inherentes al arte por excelencia. Los parlamentos finales que dirige “El Gran Dictador”, que es Chaplin mismo, a Hannah, el nombre el personaje femenino interpretado por Paulette Goddard, son palabras elocuentes:
“Lo siento, pero no quiero ser emperador. No es lo mío. No quiero gobernar o conquistar a nadie. Me gustaría ayudar a todo el mundo –si fuera posible- a judíos, negros, blancos. Todos nosotros queremos ayudarnos mutuamente. Los seres humanos son así. Queremos vivir para la felicidad y no para la miseria ajena. No queremos odiarnos y despreciarnos mutuamente. En este mundo hay sitio para todos. Y la buena tierra es rica y puede proveer a todos.
“El camino de la vida puede ser libre y bello; pero hemos perdido el camino. La avaricia ha envenenado las almas de los hombres, ha levantado en el mundo barricadas de odio, nos ha llevado al paso de la oca a la miseria y la matanza. Hemos aumentado la velocidad. Pero nos hemos encerrado nosotros mismos dentro de ella. La máquina, que proporciona abundancia, nos ha dejado en la indigencia. Nuestra conciencia nos ha hecho cínicos, nuestra inteligencia, duros y faltos de sentimientos. Pensamos demasiado y sentimos demasiado poco; más que maquinarias necesitamos humanidad. Más que inteligencia, necesitamos amabilidad y cortesía. Sin estas cualidades, la vida será violenta y todo perecerá.
“El avión y la radio nos han aproximado más. La verdadera naturaleza de estos adelantos clama por la bondad en el hombre, clama por la fraternidad universal, por la unidad de todos nosotros. Incluso ahora, mi voz está llegando a miles de seres en todo el mundo, a millones de hombres, mujeres y niños desesperados, víctimas de un sistema que tortura a los hombres y encarcela a las personas inocentes. A aquellas que pueden oírme, les digo: ¡No desesperéis!
“La desgracia que nos ha caído encima no es más que el paso de la avaricia, la amargura de los hombres que temen el camino del progreso humano. El odio de los hombres pasará, y los dictadores morirán, y el Poder que arrebataron al pueblo volverá al pueblo. Y mientras los hombres mueren la libertad no morirá jamás. ¡Soldados! ¡No os entreguéis a esas bestias que os desprecian, que os esclavizan, que gobiernas vuestras vidas! Decidles lo que hay que hacer, lo que hay que pensar y lo que hay que sentir: ¡Que os obliga a hacer la instrucción, que os tienen a media nación, que os tratan como un ganado y os utilizan como carne de cañón! ¡No os entreguéis a esos hombres desnaturalizados, a esos hombres-máquinas con inteligencia y corazón de máquina! ¡Vosotros no sois máquinas! ¡Sois hombres! ¡Con el amor de la Humanidad en vuestros corazones! ¡No odiéis! ¡Sólo aquellos que no son amados odian, los que no son amados y los desnaturalizados!
"¡Soldados! ¡No luchéis por la esclavitud! ¡Luchad por la libertad! En el capítulo diecisiete de San Lucas está escrito que el reino de Dios está dentro del hombre. ¡No de un hombre o de un grupo de hombres, sino de todos los hombres! ¡En vosotros! Vosotros, el pueblo, tenéis el poder, el poder de crear máquinas. ¡El poder de crear felicidad! Vosotros, el pueblo, tenéis el poder de hacer que esta vida sea libre y bella, de hacer de esta vida una maravillosa aventura. Por tanto, en nombre de la democracia, empleemos ese poder, unámonos todos. Luchemos por un mundo nuevo, por un mundo digno, que dará a los hombres la posibilidad de trabajar, que dará a la juventud un futuro y a los ancianos una seguridad.
“Prometiéndonos todo esto las bestias han subido al poder. ¡Pero mienten! No han cumplido esa promesa. ¡No la cumplirán! Los dictadores se dan libertad a sí mismos, pero esclavizan al pueblo. Ahora unámonos para liberar al mundo, para terminar con las barreras nacionales, para terminar con la codicia, con el odio y con la intolerancia. Luchemos por un mundo de la razón, un mundo en el que la ciencia y el progreso lleven a la felicidad de todos nosotros. ¡Soldados! en nombre de la democracia, unámonos!
“¿Hannah, puedes oírme? ¡Dondequiera que estés, alza los ojos! ¡Mira, Hannah! ¡Las nubes están desapareciendo! ¡El sol se está abriendo paso a través de ellas! ¡Estamos saliendo de la oscuridad y penetrando en la luz! ¡Estamos entrando en un mundo nuevo, un mundo más amable, donde los hombres se elevarán sobre su avaricia, su odio y su brutalidad! ¡Mira Hannah! ¡Han dado alas al alma del hombre y, por fin, empieza a volar! ¡Vuela hacia el arco iris, hacia la luz de la Esperanza! ¡Alza los ojos, Hannah! ¡Alza los ojos!”.
Así como Chaplin hizo época y supo del éxito fenomenal que el cine reserva a sus estrellas, otros cómicos tan acertados como él no tuvieron suerte. En especial, dijimos uno: Buster Keaton, el hombre sin sonrisa, que con su cara de palo hacía saltar de sus asientos a los espectadores de comienzos del siglo, cuando apareció en las pantallas. Keaton sólo adquirió relieve internacional en el ocaso de su carrera. En sus tiempos fue uno de esos héroes que corren aventuras, verdaderos homenajes a la constancia y esfuerzos del hombre. Su comicidad, esencialmente visual, murió con la llegada del cine sonoro. Sin embargo, los “gags” protagonizados por Keaton no han podido ser superados y permanecen como verdaderos hitos.
Keaton se halla sentado en el manubrio de una motocicleta lanzada a toda velocidad sin darse cuenta de que no tiene conductor. Atraviesa la arteria más concurrida de una ciudad, corta la cuerda que se disputan dos equipos de atletas, recibe sincrónicamente una paletada de tierra en pleno rostro al pasar junto a una zanja llena de obreros, se precipita sobre un árbol caído en la carretera que una explosión parte en dos en el momento oportuno, choca contra un automóvil, sale disparado, entra por la ventana de una cabaña, derriba al “malo” haciéndolo atravesar la pared opuesta y salva el honor de la protagonista. Todo esto en una línea continua de segundos.
Secuencias como ésta aparecían en todas las películas del cómico mientras su rostro se mostraba impasible. Esta imposición le produjo serios trastornos. Todos lo conocían como “el hombre que nunca ríe” y debía mantener el cliché aún fuera de la pantalla. Pero si el actor no reía nunca, el público lo hacía a carcajadas y lo seguimos haciendo hasta ahora. Sin embargo, para este hombre que aportó varias obras maestras a la famosa “gran edad” de la escuela norteamericana hubo un descenso que lo llevó a figurar como extra en películas sin importancia. En “El Mundo está Loco, Loco, Loco”, hizo una aparición fugaz, y en su última cinta ("Algo Sucedió en el Camino al Foro”) vuelve a repetir algunos de los “gags” que lo hicieron famoso, pero ya era una parodia de sí mismo, figurando su nombre perdido entre otros desconocidos para el público. Unos años antes de su muerte, en 1968, a pesar de todo, los franceses lo redescubrieron, y la Cinemateca de París llevó a Keaton para homenajearlo: fue la ovación más prolongada que recibió en su vida, porque si en su país no lo reconocieron, en Europa y Latinoamérica ganó un sitial propio.
Lo cierto es que a partir de la muerte de Keaton su obra cinematográfica, hasta hoy día, ha despertado una especie de culto. Y nadie hubiera dicho, mientras él vivió, que su trabajo sería recordado. Sus dos películas más largas las filmó en los años veinte: “El Navegante” (“The Navigator”, 1924) y “El General” (“The General”, 1926), y el que no pudiera seguir trabajando cuando llegó el cine sonoro no fue porque no pudiera hablar, sino por la pérdida de un mundo en silencio que, por muy artificial que fuera, Keaton entendía a la perfección, y en el cual podía utilizar su gran recurso: la mímica. Agregar palabras, la más mínima frase a estas escenas, simplemente no servía. Ya que el cine hablado pidió un nuevo tipo de comedia, el brillante mimo que fue Keaton se sintió perdido. Por ironía, es el Keaton del cine mudo el que luego despertó entusiasmo por él en nuestro tiempo: sus dos únicos largometrajes hoy son clásicos, pudiéndose ver una y otra vez y causando siempre la misma hilaridad inicial. Es Buster Keaton un momento cumbre en la historia del cine, porque el Arte le debe el hallazgo de una comicidad propia, diferente a todo lo conocido, antes y después de él.
En su país, cuando surge Keaton, campeaba también una pareja de cómicos que trataba de salir airosa de las más descabelladas situaciones: Laurel y Hardy, “el gordo y el flaco” que rebautizamos los países latinos. Ellos tuvieron imitadores pero nadie logró superarlos. La hilaridad que producían se basaba en la destrucción. Si un armario no cabe por la puerta, derriban la pared. Y además conservan la dignidad en las situaciones más desastrosas, como soplar la mota de polvo en la solapa mientras están prisioneros en un barril de pintura. Laurel y Hardy practican una comicidad lenta, diferente al ritmo frenético de las primeras comedias. Con ellos la destrucción va creciendo, de a poco van venciendo los obstáculos hasta quedar dueños de la situación. Sólo entonces se miran complacidos, y con una sonrisa de oreja a oreja se dan la mano rubricando el gesto con un movimiento de cabeza.
Por ese entonces había también aparecido un joven ingenuo con lentes de marco de carey y sombrero de paja, que basó su comicidad en la acrobacia. Siempre sus pies estaban a varios metros del suelo, saltando de trenes en marcha o colgando de altas ventanas, pero salvándose a último momento. Era Harold Lloyd. Y otro: W.C. Fields, “El gordito de la nariz hinchada”, que se rió de Norteamérica e hizo reír al mundo con él en manera que hoy se estudia. Incomparable y temible W.C. Fields. Un truhán, borracho, cínico, con modales de aristócrata arruinado, incisivo en la réplica. Se desayunaba con un jarro de “martini”. Murió en 1946, pero ya antes era una leyenda. Hoy hay Festivales W.C. Fields y tiene en su país imitadores por cientos, con su saco de fantasía, reloj con cadena que ceñía el abdomen, polainas, sombrero de copa, bastón y un eterno habano. Entrenado en el vaudeville sabía de todo: canto, baile, recitación, magia... Hay dos aspectos en sus comedias: lo más general e inmediato son sus caracterizaciones como figura del folklore norteamericano: un hombrecito con una reputación dudosa, no especialmente dotado, optimista, con vagos planes de trabajo, buscando a alguien a quién explotar o engañar. Nunca triunfa en nada y es conocido en todas las pequeñas ciudades, donde ha engañado a otras tantas viudas escapándose sin pagar de sus casas de pensión, prometiéndoles matrimonio, robándole sus joyas. Todo, con abundancia de libaciones y solemnidad de magnate de Wall Street. W.C. Fields, el hombre que actuaba, no era así en modo alguno. Pero este tipo de personaje le fascinaba. Tal vez porque él era un buen burgués honesto y tranquilo. Que se hacía el otro, el que vemos aún hoy en la pantalla: hostil y cínico. Desde la voz, esa voz nasal y de boca apretada -very british, indeed- con la que soltaba sus impertinencias, cuando los “gags” fueron suplantados por chistes dialogados y argumentados, entonces comienza el fin del silencio magnífico. Y aparecen los Hermanos Marx, cuya comicidad es más cerebral que desbordante hacer de situaciones.
Chico y Harpo Marx solían amenizar sus películas con interpretaciones musicales. El primero tocaba el piano y el otro arrancaba sentimentales melodías al arpa. El rostro de Harpo se transformaba, dejaba de ser el cómico pícaro e imprevisible para entregarse por entero a la música. Pero tan pronto dejaba de tocar ocurría lo inesperado: de su clásico abrigo, verdadero museo ambulante, sacaba un soplete encendido, lo aplicaba a un habano y fumaba plácidamente. En otro de sus filmes es un modesto vendedor de cacahuates. Con su carrito debía soportar la competencia del vecino que se dedicaba a la venta de limonada. Ambos se odian y esperan que el otro se retire para dejarle el mercado libre. Harpo con su dulzura atrae a los niños. El competidor se enfurece y sin poder resistir más cruza la calle y le vuelca el carro pisoteando su mercadería. Harpo, con su enorme boca en forma de “O” no atina a hacer nada. Deja pasar un rato, se sienta en la vereda, se quita los zapatos tranquilamente, después las calcetas y de un gran salto trepa sobre el cubo de limonada y se lava los pies en el refresco líquido ante la mirada atónita de los clientes, la impotencia de su rival y las carcajadas del público. Estos actos propios de los Hermanos Marx, los cómicos de lo inesperado, sirvieron de fuente de inspiración para artistas de otras disciplinas, como al director inglés Richard Lester, que tomó varias de sus situaciones para hacer “Help”, una de las cintas con The Beatles.
Años más tarde los norteamericanos dieron un vuelco hacia las comedias en tecnicolor, con argumentos ingenuos apoyados por canciones. A esa escuela pertenecen Bob Hope y Danny Kaye. Por su parte, el divertido Jerry Lewis se constituye en el muchacho un poco lerdo, de voz nasal y andar desgarbado, que jamás realiza las cosas en la forma debida, pero tiene un gran corazón para amar a una bella joven. También emplea en sus películas la destrucción, las caídas y las persecuciones. Y mientras hoy en Norteamérica está casi olvidado, los estudiosos del cine en Europa ven sus cintas con deleite. En Francia “Cahiers du Cinema” en más de una ocasión le ha dedicado unas páginas. Quizás si los franceses algún día también consideren que el último personaje cómico aportado por Norteamérica al cine, “Indiana Jones” (el actor Harrison Ford), sea digno de atención. “Indiana” es un arqueólogo con aspecto de galán , casi nunca sonríe, es un poco distraído y digno acreedor de las más inverosímiles y jocosas situaciones (como caer desde un avión en vuelo sobre una balsa y llegar a tierra sano y salvo, en “Los Cazadores del Arca Perdida”); siempre jugándose la vida por una buena causa, en acciones peligrosísimas pero que, por un cierto hado, jamás lo dañan. “Indiana” no es Chaplin ni mucho menos: el suyo es un humor intrascendente, inmediato, pero que tiene la rara virtud de surgir en un momento en que el cine había olvidado reír. Sí, es posible que Francia lo descubra.
Los franceses han sabido dar al cine una serie de personajes cómicos (aunque el cine galo queda en esta historia por su “nueva ola” y Brigitte Bardot). En el campo de la risa tienen motivos de más para estar orgullosos con el nombre de Max Lynder, el primer gran actor cómico del cine (y según Chaplin, uno de sus maestros). Era tal la celebridad de Max Lynder en 1913, que los distribuidores cinematográficos de México francamente vendían apoyándose en el nombre del artista. En agosto, por ejemplo, el empresario Jacobo Granat anunciaba de esta manera una película recién llegada del astro (a cuya publicidad aunaba a los aficionados a la fiesta brava): “Max Lynder Torero. Esta empresa ha adquirido en propiedad, siendo por lo tanto la única que la posee, la grandiosa vista cómica de este nombre. Su argumento, a grandes rasgos, es el siguiente: Max, el célebre artista tan admirado por las personas mayores como por los niños como el campeón del sport, se dedica al difícil arte de Cúchares y Lagartijo. Presenciaba cierta vez una corrida en Bayona y al admirar el brazo certero de Pastor, la incomparable muleta de Gaona, nace en él la idea de competir con las estrellas de la tauromaquía. Al efecto, dirígese a un establo y compra una vaca con su cría, para poder ejercitarse en las más difíciles artes del toreo. La Junta de Beneficencia de Barcelona, enterada de los rápidos progresos del simpático Max en tan peligroso arte, resuelve invitarlo a tomar parte en una corrida formal a beneficio de los pobres. Max Lynder, obsequiando los deseos de la H. Viste el traje de luces y pisa la arena acompañado de su cuadrilla. Principia la corrida y aquello fue el disloque; casi imposible sería al cronista relatar sus hazañas por el gran entusiasmo que provocó al colocar tres magníficos pares de banderillas. El público llega al delirio cuando agarra los trastos y dirigiéndose a la hermosa madrina, montura en mano, le dice así: “Por usted, niña hechicera, por las bellas que hay aquí, o mato bien esta fiera o ella me mata a mí.” Tira la montura y se dirige al toro, iniciando su faena de muleta con una serie de pases de todas marcas, tan hermosas como magistrales, terminando con un soberbio volapie que hace polvo a la fiera. La ovación es estruendosa, las músicas tocan diana, el ruedo se tapiza de sombreros, puros y dinero, y el público pide se le concedan ambas orejas como premio a su labor, siendo además conducido a su hotel en hombros. Tal es el triunfo de Max Linder como torero.” Lynder, a comienzos del siglo XX, interpretó la mayoría de las veces sus propios argumentos y creó su tipo: un personaje de aquellos tiempos, elegante, el típico “señorito” que anunciaba la belle epoque; cabellos de color ala de cuervo con la raya en medio, ojos negros y vivos, bigotito, sonrisa y dentadura brillante. Vestido como maniquí: saco de fantasía y pantalones de raya, zapatos de charol, guantes impecables, bastón de caña, sombrero de copa. Y la flor en el ojal. En sus películas de 10 a 15 minutos provocó la risa ligera, su interpretación era mesurada, nada de mímica forzada y gesticulaciones desordenadas. Pero sus obras, especialmente los largometrajes, fueron un fracaso de taquilla. Abrumado, se suicidó. Aún no había cumplido los 42 años. Ni sospechó que hacía arte. Hoy es objeto de culto.
Después de Lynder, el cine francés aportó a Bourvil, especialista en hacer el criado astuto de las comedias picarescas; a Fernandel, especie de monstruo sagrado de la comedia con toques de dramatismo patético; y a dos grandes actores y directores de obras poco frecuentes, como son Pierre Etaix, quien introdujo escenas fijas, cámara rápida y trucos acrobáticos impresos en “El Suspirante”. Junto a él está Jacques Tati, autor de “Las Vacaciones de Monsieur Hulot”, “Mi Tío” y otras cintas delirantes. Tati siempre aparece joven, casi juvenil. Su “Monsieur Hulot” es un personaje que busca hacernos sonreír, no estremecernos hasta la congestión con carcajadas. Su acto es elegante. Tiene un estilo. El estilo típicamente francés. El fue un maestro de “pequeños efectos”: Tati es un hombre de negocios con paraguas, sombrero hongo y un maletín; avanza por un interminable corredor subterráneo de un aeropuerto. Va solo. Llega al fondo. Trata de abrir su maletín. Lo abre. El ruido que hace es enorme, con ecos, desproporcionado. Eso es todo. Pero las relaciones ruido-imagen-soledad-aeropuerto, crean un resultado que es satírico y crítico, fino y de media sonrisa. Los franceses en su salsa.
Cruzando el Canal (que ahora se hace por tren subterráneo), los ingleses han preferido el diálogo y los juegos de palabras a los “gags”. Para ello aportan a Alex Guinness y David Niven, definitivamente incorporados a Hollywood. Y Peter Sellers, “el hombre de los mil rostros”, que también pasó a ser internacional. En Italia, donde los gestos dicen más que las palabras, destacó Totó, y también familias que aportaron su actuación personificando a campesinos o profesionales provincianos, como los Carotenutto y los De Filippo. Hombres y mujeres de sólidos y añejos principios que se ven enfrentados con una sonrisa a la vida moderna. Aunque con una visión ciertamente masculina de las cosas. Es cierto que en el mundo de la comedia cinematográfica no existe un equivalente femenino de Chaplin o Buster Keaton, ni una pareja de actrices equivalentes a Laurel y Hardy. Las damas quedaron en el papel de comparsas. Pero hubo una pionera: Mabel Normand. Fue la primera gran actriz cómica del cine norteamericano. Pertenecía al equipo de Mack Sennett y tuvo sus propias películas junto a “Tripitas” y a Chaplin. Después de ella no existió en el cine una actriz netamente cómica. Es probable que la galantería masculina haya sido el principal obstáculo: nadie se atrevía a reírse de una mujer y menos a ponerla en ridículo. No, al menos, en el cine (que no es el caso de la televisión, donde hay innumerables nombres, comenzando por Lucille Ball y Carol Burnett). Sin embargo, después del medio siglo es posible mencionar a la inglesa Margaret Rutherford, creadora del personaje cinematográfico de “Miss Marple”, de Agatha Christie, y protagonista de una jocosa escena en la última cinta de Chaplin: “La Condesa de Hong Kong”. También es posible mencionar en Estados Unidos a Doris Day, que realizó varias comedias livianas pero sin mayor trascendencia. Marilyn Monroe pudo llegar a ser una gran comediante, dejándonos algunas cintas como prueba, especialmente “Una Eva y Dos Adanes”. Otra es Shirley Mc Laine, una especie de Jerry Lewis con faldas, sólo que su versatilidad la ha llevado después a incursionar en el terreno dramático más que nada. Después de la década de 1970, también Barbra Streisand destaca, aunque no sólo ha logrado hacer reír, porque ella es mucho más que una actriz, sin embargo, se ubica con la más alta exponente del género hoy día. Barbra Streisand recuerda la época de los tortazos en pleno rostro, las persecuciones endiabladas, los autos desbocados, las carreras y los saltos acrobáticos.
ERASE UNA ESTRELLA A UNA NARIZ PEGADA...
Es posible que el enorme derroche de virtuosismo de Barbra Streisand no se hubiera notado si fuera tan solo una actriz, pero, además, posee una de las voces enormes del siglo XX. Es también una feminista inteligente que hace valer sus derechos sin ofender a los hombres, aunque sus actitudes y su éxito han logrado herir los más conspicuos egos hollywoodenses. Cuando, como un patito feo, asomó su inmensa nariz en el luminoso cielo de las estrellas, nadie le vio demasiadas posibilidades. Era una poco atractiva judía, con figura desgarbada que se movía torpemente. Por entonces, en la década de los sesenta, cuando ya era cantante admirada hasta en Japón, sus admiradores incluso dudaron de su supervivencia en Hollywood. Ahora, en los umbrales del siglo XXI, Barbra es número uno del cine y la música popular. Aunque no todas sus películas han sido acertadas, son suficientes. Esencialmente femenina, ella jamás ha hecho gran cuestión del asunto. Pero sus películas, y especialmente sus canciones, siempre han resaltado las habilidades y el buen criterio de la mujer, sin grandes retóricas ni publicitada militancia, se ha hecho símbolo de la libertad y fuerza que debe tener una estrella para mantenerse a su nivel. Para ninguna estrella del cine el camino es fácil, pero le es doblemente difícil si no es bonita, y Barbra no es una mujer de belleza clásica, ni mucho menos. Así, se ha impuesto finalmente como pudo, lo que le ganó comentarios pintorescos. William Wyler -que la dirigió en “Funny Girl”- declaró después de la filmación que todo lo que él indicaba con respecto al film era objetado por Barbra. La segunda parte -“Funny Lady”- hizo exclamar a su coestrella, James Caan: “Ella se apoderó de la película, y sacó mis mejores escenas con sus garras”. En “Nace una Estrella” el galán es Kris Kristofferson, que, una vez terminada la cinta, dijo: “La única manera de poder trabajar con ella era estando permanentemente bebido. Y así lo hice”. Neil Simon es aún más severo: “En la pantalla ha dicho ella que es intocable; fuera de la pantalla nadie quiere tocarle una pulgada.” Walter Matthau, su coestrella en “Hello, Dolly”, ha dicho: “Nunca hubo ningún desacuerdo entre Miss Streisand y yo. Ella pensaba... Y yo estaba de acuerdo.”
El reverso de la medalla está avalado por los miles de admiradores que tiene en todo el mundo (y que, al parecer, son, al final lo único que importa a Barbra), y también por la opinión de unos cuantos, como Louis Armstrong, que dijo alguna vez: “Siempre he cantado. Canté a los muertos en los funerales y en las iglesias canté a los vivos en todas sus actitudes. Mi mayor placer en la vida consiste en frasear espontáneamente alrededor de una canción. Si los contrincantes poseen talento me siguen. Después de mi querida Ella Fitzgerald, nunca tropecé con un talento musical ni una voz más peculiar que la de Barbra Streisand. Nuestro “Hello, Dolly” me parece fenomenal. Ella es magnífica. Barbra me fascina.”
“Hello, Dolly”, 1969, cierra el ciclo de comedias musicales de alto costo filmadas en los primeros 100 años del Séptimo Arte. La trama fue tomada de “La Casamentera” de Thornton Wilder. Y levantó fuertes polémicas. En América Latina se la promocionó como “una explosión de cenicientos” por la historia personal de los intérpretes: Louis Armstrong nació en la calle y fue criado en un orfanatorio de Nueva Orleans, donde vivió hasta los catorce años. La propia Barbra nació en las barriadas de Brooklyn, en el seno de una familia de inmigrantes judíos empobrecidos; no tuvo más educación formal que la que recibió en su propia casa y en la escuela dominical de su iglesia. Ejercitó su voz imitando a los grandes artistas negros, en especial a Mahalia Jackson, y desde siempre se mostró individual; sus hermanos, cuando llegaban a salir a la calle con ella, la obligaban a caminar atrás un paso, por vergüenza a los vestidos y extravagantes sombreros que usaba Barbra entonces. El director de “Hello, Dolly”, Gene Kelly, no presenta un curriculum más fino. El que fuera bailarín de tantos musicales clásicos (como “Un Americano en París”) ha declarado: “Nuestra “Hello, Dolly” resulta el encuentro en la cima de no menos de una docena de personalidades del espectáculo que surgimos desde abajo. Este musical de varios millones lo hicimos personas que nacimos sin un peso.” La actuación misma de Barbra difiere fundamentalmente de las 12 o más versiones sobre el mismo guión teatral que se han sucedido en Broadway; también encarna a la heroína desde un ángulo distinto a como la hicieron sus antecesores en el cine: Carol Channing, Dorothy Lamour, Mary Martin, Ginger Rogers y otras. Declaró Barbra: “Animar a una viuda madura y aficionada a arreglar entuertos sentimentales ajenos me pareció al comienzo un absurdo. Después pensé que con mis agitadas experiencias amorosas yo no tenía nada que envidiarle a una ex casada cuarentona del 1900. Arremetí y resultó.”
Lo que para Barbra “resultó”, sin embargo, no pareció tan evidente al crítico de “L’Express”, que, en enero de 1970, escribió: “La comedia musical clásica murió. El cine no puede revivirla, ni siquiera un esfuerzo de titanes como el que hizo posible “Hello, Dolly”. El talento de la Streisand, el lujo de los escenarios, la movilización de masas (22 mil extras), las exuberancias de vestuarios (mil doscientas tenidas femeninas diseñadas por Irene Sharaff, propietaria de doce Oscares de la Academia) o los milagros del maquillaje (122 expertos para “hacer rostros”) no bastan para lograr una obra maestra de un estilo. “Hello, Dolly” es un milagro visual y auditivo. Como vivencia, fracasa. Canta, exalta la imaginación estética, pero no habla al corazón de los espectadores. Estos quedan fríos”. En esa misma época, el crítico de “Time” escribe: “Somos el país número uno de la violencia, de la lucha generacional, del inconformismo universitario y de la inoperancia diplomática internacional. También somos el país número uno en producir comedias musicales. “Hello, Dolly” ilustra la pretensión”.
De una u otra manera, la película que permitió ubicar definitivamente a Barbra Streisand enseñó que, a pesar de la época violenta que vivía entonces el mundo, Hollywood aún luchaba por mantener su función primordial: entretener. Es cierto (y esto no lo podían saber los críticos de entonces) que el cine raramente volvería a entregar fastuosidad, y quizás si la economía mundial permita alguna vez tal derroche, así sea para el noble fin de hacer reír al público. Lo cierto es que el fin de los profesionales de la risa no es otro que hacer la felicidad de la gente, precipitándola en carcajadas que se suceden hasta las lágrimas, debido a que le exhiben sus desgracias, sus calamidades; no pueden sobrevivir en un mundo que les excede en todo. Golpes y golpes. Optimistas siempre. Se cayó la lámpara. El piano rueda escaleras abajo. La cañería de agua se rompe en tres partes. Sale el agua por la cocina. Explota el califont. Los confunden con médicos y comienzan a operar. Huyen, invaden la fiesta, un funeral. Detrás de todos los cómicos anda la policía. Sufren. Deliberan. Comienzan siempre de nuevo. Los solitarios (Chaplin, W.C.Fields, Keaton, Tati, Barbra) o los que trabajan en grupo (los Tres Chiflados, los Hermanos Marx, Laurel y Hardy) son iguales en algo: tienen fe en la vida. Algún día harán algo bien hecho. Es posible que entonces la gente no se ría más.
DON MARIO MORENO "CANTINFLAS".
Latinoamérica siempre supo reír, y aporta al Séptimo Arte uno de los cómicos más singulares: "Cantinflas", un personaje válido y eficaz, una especie de Don Quijote que se identifica con el pueblo y que tiene rasgos ingenuos y maliciosos a la vez, de una malicia muy nuestra y sin embargo universal. Ha creado un lenguaje, con el cual trata de esconder su ignorancia. Lo mejor de sus películas -se dice en Hollywood- es él mismo, su mirada pícara, sus cejas que se alzan y bajan mientras la boca se aprieta, y los salerosos bailes que practica, auténticas piezas maestras de la danza cómica. Una frase de Mario Moreno "Cantinflas" nos quedó en la mente cuando lo conocimos en la Ciudad de México:
"Desearía que un niño al nacer lo hiciera con una carcajada"
¿Por qué "Cantinflas" hace reír al público?. ¿Es cosa del arte del bufo Mario Moreno?. ¿Cuál es su originalidad? ¿Dónde está el detalle?. Nos dice: "Yo nunca digo cosas que escribió un autor, digo lo que se me ocurre, voy improvisando. Y eso le hace gracia al público. Hablo solamente apoyado en mi buena estrella".
Y se lanza a hablar en una forma casual que con el tiempo la magna Academia de la lengua española bautiza como "hablar cantinflesco", que es su expresión de palabras mal organizadas que en realidad no dicen nada, pero hacen reír:
"Mire mi joven, uno llega y ¿para qué? pues mejor no, y a lo mejor, pos ya estuvo y no hay para qué si al fin que, qué, mejor ni le digo, pero ahí está el detalle. Bueno, mi joven pase una "sura" (moneda) pa´l pulmón (pulque)..."
Así habla en el cine, pero en la vida real conversar con este actor cómico resulta muy serio. Cuando una cita es para las 10:30 y se llega a las 10:30, y el entrevistado está listo para recibirte de inmediato, hay algo que huele bien. Cuando se me avisó que debía entrevistarlo, me preparé para hablar con "Cantinflas" y me recibe un señor muy formal llamado Mario Moreno que es exactamente igual a "Cantinflas". Físicamente idéntico a como lo vemos en el cine cuando va de cuello y corbata. Se ve sin edad definida, y está detrás de un inmenso, enorme escritorio de caoba, muy barnizado, antiguo, finísimo. La amplia oficina está llena de pequeños detalles únicos: veo una planta en flor, cuadros de Tamayo, Siqueiros, un pequeño Dalí. Las cortinas están cerradas y la luz artificial es más bien baja. Temía que hablara mucho sin decir nada, como en sus películas. Pero no fue así, "Cantinflas" sólo existe en la ficción, pues Mario Moreno no tiene nada que ver con su personaje. Pienso, sin embargo, que este señor llamado Mario Moreno es "Cantinflas", y que "Cantinflas" no sería nadie sin Mario Moreno, quien, a su vez, no sería alguien sin "Cantinflas". Esta es la cuestión. Le pregunto dónde está el punto de contacto, o de descontacto, que aquí es lo mismo, entre Mario Moreno y "Cantinflas", y responde uno de los dos, o los dos o uno que los contiene a ambos, no lo sé. El mismo decide:
-Lo cierto es que el más fuerte es Mario Moreno, o estaría perdido: se lo comería Cantinflas.
-¿Discuten ambos?
-Muy seguido. Discutimos frecuentemente.
-¿De qué discuten?
-Discusiones que uno tiene con uno. A veces le digo: "Ahora entras tú", cuando considero que debe entrar. Y entra bien. Cuando considero que debe quedarse bien quietecito, pues se queda bien quietecito.
-¿En qué basa su relación con Cantinflas?
-Precisamente en la discusión, siempre hemos discutido.
-¿Las discusiones que mantenían en sus principios son diferentes de las que tienen ahora?
-Sí, porque ambos hemos crecido. En un principio discutíamos acerca de su proyección, por ejemplo, pero luego no fue necesario.
-¿Cómo se proyectó Cantinflas?
-Ambos creemos que es un problema terrible la deshumanización del mundo. Entonces, la proyección de Cantinflas más que social se hizo humana. Convenimos en hacer algo para que el mundo se componga un poco; se puede hacer no mucho desgraciadamente, pero lo poco que podemos hacer, lo hemos hecho.
-¿Haciendo reír?
-Así es. La esencia del universo es la alegría, la buena disposición, lo positivo. El buen humor no tiene sistemas ni técnicas, es una sensibilidad humana que expresa un momento apropiado. Y si el mundo aprendiera a usar más esta sensibilidad, creo que todo sería mejor. Yo desearía que un niño al nacer lo hiciera con una carcajada en vez de un llanto.
-¿Cantinflas nació emitiendo una carcajada?
-Y en el mismo instante en que nací yo. Después Mario Moreno y Cantinflas se fueron dando forma, uno al otro.
-¿Cómo creció Cantinflas?
-Como un tipo muy sincero, que desea ayudar a todo el mundo, especialmente a aquellos que necesitan ayuda, porque es alguien que piensa en los demás antes que en él.
-¿Es libre Cantinflas?
-Eso sí. Tiene la libertad para rebatirme y decirme lo que quiera y, cuando tiene la razón, puede estar seguro que gana, porque es un tipo que siempre pelea con la razón.
-¿Es actual?
-Sin duda. Cantinflas vive de acuerdo a como vive el mundo, funciona como funciona el mundo. Por eso, si bien es parte del pueblo mexicano, además es parte de todos nuestros pueblos. Cantinflas está incorporado a la gente, sufre con su público y, sobre todo, ríe con su público, intemporalmente.
-¿Cómo se le ocurrió crear a Cantinflas?
-Nació como todas las ideas nacen. Es una cosa muy simple y muy complicada. Le puedo decir que nació pensando que es tan injusta esta vida que decidió también pensar en la justicia.
-¿Cómo fueron sus inicios?
-Lo puse a trabajar en unos salones-carpas, que eran unos teatros muy pobres, pero que el pueblo amaba; allí se inició el primer contacto de este tipo con la gente. Estos teatros portátiles, de barrio, fueron su escuela. Yo tengo estudios básicos, estuve en la primaria, luego algunos años en la secundaria, y a trabajar. No tuve posibilidades ni tiempo de seguir estudiando. O sea que lo que sabemos lo fuimos aprendiendo en la vida misma, que es la escuela más efectiva. Entonces, Cantinflas comenzó trabajando en una carpa.
El modesto espacio teatral conocido como Carpa, si bien no es privativo de México, pues se extendió como fenómeno casi paralelamente en toda América, es en México donde más se popularizó. El cronista del teatro popular mexicano Luis Ortega, nos dice al respecto:
-El fenómeno de las carpas como ámbito de la diversión popular está muy ligado al acontecer social del pueblo. Hay quienes derivan la carpa del Mester de Juglaría medieval, otros encuentran sus raíces en los Misterios cristianos que importaron los misioneros españoles. Nosotros aceptamos esas autorizadas opiniones, pero creemos que las raíces de la carpa están en la serie de acontecimientos que derivaron de la Revolución mexicana.
-¿Cómo se explica este origen?
-Recordando que a principios del siglo (XX), el pueblo de México, sobre todo el provinciano, no tenía espectáculo propio. El teatro era privilegio de las clases altas, y los géneros que se cultivaban no tenían arraigo popular. La ópera, la zarzuela, la comedia...plantean asuntos que nada tenían que ver con el sentir y el vivir populares, eran en idiomas extranjeros, era caro.
"Y vino la Revolución de 1910. Estos teatros cerraron sus puertas y los circos perdieron a sus animales, porque no tenían para mantenerlos. El cine mudo no alcanzó a extenderse popularmente, y las primeras películas eran habladas en inglés con títulos en español, pero el pueblo no las aceptó porque no sabía leer, o sea, no había una verdadera diversión popular; entonces el pueblo creó su espectáculo, proliferando esos teatritos que, como los circos pobres, encontraban asiento en cualquier lote baldío de los que había muchos por la remodelación de la ciudad luego de la Revolución.
-¿Cómo eran las carpas teatrales?
-Empezaron con toldo de lona y muros hechos con tablas procedentes de las demoliciones. Fueron famosas carpas como "Mayab", "Ofelia", "Procopio", "Maravillas", "El liriquito", "El salón París"...que antecedieron a los primeros teatros de revistas, como el "Colonial" y "Río", que luego como idea se extendieron a todo el continente. El teatro salón "Noris" fue la primera carpa elegante, con butacas, palcos y plateas, así como diferentes formas de alumbrado. Las bancas de las carpas se hacían de tiras de madera, muy resistentes; cabían de diez a doce personas por banca, pero con buena voluntad cabían hasta catorce. Al frente, junto a la entrada, antes de comenzar la función se ponían los músicos con trompetas y timbales muy estridentes para llamar la atención del transeúnte, y tres o cuatro gritones anunciando el espectáculo.
-¿Cómo era los espectáculos que se presentaban?
-Diría que todos se inspiraban en las vivencias cotidianas del pueblo, lo que acontecía a personajes de la época, políticos, artistas famosos, la música que estaba de moda. Eran infaltables los intérpretes de canciones como "La Adelita" y "La cucaracha", que todo el pueblo cantaba; nunca faltaba alguien que cantaba tangos y boleros. La fina ironía del pueblo se asoció con el ventrílocuo, el malabarista, el declamador y la vedette, las infaltables chicas más bellas que era posible encontrar. Todos crearon su espectáculo bajo el toldo de lona circense, del cual la carpa tomó su nombre. En el escenario, el maestro de ceremonias se hizo declamador, la vedette aprendió a cantar y los cantantes aprendieron a actuar, todos bailaban...
-¿El payaso del circo siguió su rutina en la carpa?
-En un principio sin cambio. Yo recuerdo haber visto actuar a Cantinflas en sus comienzos con la cara enharinada, pintado como un payaso típico de circo, luego se quitó esa máscara y se hizo cómico con el rostro descubierto, cambió su ropa de payaso, ropa de seda, por ropa corriente y marcó un precedente.
-¿Eran importantes los cómicos en la carpa?
-Era decisiva para el éxito o fracaso de la función. Así coo el payaso era el alma del circo, el cómico se volvió el imán que atrajo al pueblo para oír, de labios de alguien igual a él, las bromas cáusticas con que criticaba a la sociedad que detentaba el poder.
"No queremos ni podemos hacer historia en una entrevista -termina diciéndonos el cronista Ortega-, no es el caso, pero si algún antepasado tienen los cómicos nacidos en la carpa, habría que remontarse al "Negrito Poeta", al "Periquillo Sarmiento" y a "Pito Pérez", sin olvidar a José María Aycardo, aquél payaso mexicano que fustigaba a la sociedad hace más de un siglo, y de él habría que llegar, entre otros, hasta Cantinflas, el más alto cómico surgido de los teatros de carpa, estos teatros portátiles que seguirán vivos mientras un artista trabaje para el pueblo, bajo el cobijo de un toldo de lona... Entonces, Cantinflas es un cómico salido del pueblo mexicano y ubicado sin más incentivo que su propia audacia y sueños en un tablado carperil."
Mario Moreno nació en 1911, y antes de hacerse actor cómico fue boxeador, cantante de tangos, bailarín, mesero y soldado. Se decidió por la actuación, y eligió bien porque llegaría a ser uno de los artistas más famosos surgidos de México. Pero, ¿cómo fueron sus primeras actuaciones? Testigo presencial fue el músico Alberto Marín del Real, nacido en 1903, quien nos dice que su vida entera ha girado alrededor de "ese mundo mágico del teatro popular". Hoy retirado, escribe sus memorias, en las cuales recuerda a Cantinflas y cómo lo veían en sus inicios quienes actuaban en los mismos espectáculos que él. Nos dice:
-Cantinflas comenzó a hacerse popular a finales de 1920, o comienzos de 1930; el pueblo lo aceptó casi de inmediato. Yo recuerdo haberlo visto por primera vez actuando con la cara pintada de negro, interpretando el "Charleston negro": bailaba aceptablemente. Más tarde en otra carpa lo vi bailando "tap", cruzamos algunas palabras y me di cuenta que era casi un niño, aunque nada de tímido. Luego nos cruzaríamos constantemente, porque en este ambiente todo el mundo se unía en un elenco alguna vez. Yo toqué mi guitarra varias veces en elencos donde él iba.
-¿Usted vio, entonces, la evolución de Cantinflas?
-Todos lo percibimos. De repente, él cambió de personalidad. En la carpa "Rosete", allá por San Antonio Tomatlán, actuaba en un sketch junto a la "Yoly-Yoly", una vedette muy popular en la época. Ella lo ayudó mucho, le enseñó a maquillarse e hizo que Cantinflas usara los pantalones a punto de caer, la camiseta de tres botones y el sombrerito clásico de peladito de barriada, o sea, al estilo "Chupamirto", que era una tira cómica creada por José de Jesús Acorta en el diario "El Universal". De ahí viene el aspecto físico de Cantinflas, de un personaje del periódico, con pañuelo al cuello como usan los campesinos mexicanos y con un chaleco, al que Mario llamaba "la gabardina". Era muy gracioso como se vistió, dando forma a su personaje.
-¿Cómo era fuera de escena?
-Era inquieto, siempre estaba en movimiento. Nos caía simpático, porque, al igual que su personaje, hablaba y hablaba y no siempre se entendía lo que estaba diciendo. Creo que tenía muchos hermanos, como quince, y su padre era empleado de Correos: la necesidad lo incentivó mucho.
-¿El dejó luego de bailar?
-No, casi todos los actores debían bailar siempre, porque casi todas las carpas eran también salones de baile, y ellos debían ayudarse así; a nosotros, en cambio, nunca nos obligaban a otra cosa; los músicos siempre teníamos nuestro trabajo, incluso en los mismos cines, entre funciones, había bailable por el mismo precio de la entrada; ya habían comenzado a entrar las primeras películas de Hollywood, y espontáneamente nacieron los primeros "dancings", que amenizaban orquestas como los Tacos Posada y sus Melódicos: yo trabajé con ellos un tiempo, y con los Five Happy Devils; también fueron famosos los del Escuadrón del Ritmo; Las Danzoneras; Concha y sus cometas; Babuco y Balderas, en fin, muchos grupos de los cuales hablo en mis "Memorias". Los bailes de entonces eran el danzón, el fox, el tango, el blues, el paso doble y el vals, y el mejor lugar era el "Salón México", que se hizo legendario.
-¿Cuándo recuerda a Cantinflas actuando con éxito?
-En la carpa "Valentina", que estaba en Tacuba. Ese salón, como ya se llamaba a las carpas más acondicionadas, tenían un buen elenco. Yo trabajaba en un grupo musical con Marcelo Chávez, el hermano de "Tin-Tán". La estrella era Valentina Zubareff, y Cantinflas la acompañaba en un sketch; luego se casaron. Allí también Cantinflas hacía un dúo con el artista excéntrico Schilinsky: hacían los consabidos números de boxeo estilo circo con esos guantes planos, se cacheteaban y el público reía a carcajadas cuando Cantinflas se tambaleaba al recibir el cachetazo del fortachón Schilinsky; luego bailaban "tap" y cantaban acompañados de sendas guitarras, pero nunca fue un cantante o un músico, en verdad era más bien todo en broma.
-¿Qué otra rutina recuerda que hacía Cantinflas?
-Eran muy exitosas en ese tiempo algunas películas como "Drácula", "El hombre invisible", "Frankestein"... y Cantinflas y Schilinsky hacían parodias de todas ellas, con Valentina de heroína. Luego pasaron a trabajar a la "Salón Rojo", que era la carpa más popular: estaba en Santa María la Redonda esquina Pedro Moreno, y la estrella era Celia Tejeda, que fue una artista muy famosa en México. Allí Cantinflas y su elenco acabaron con el cuadro. Fue como si el público los hubiese estado esperando. Fue evidente que era algo más y llegó a ser el número uno."
Por Marín del Real llego a conversar con Celia Tejeda, una de las artistas que llenó sola toda una época del teatro popular mexicano. La llamada "reina de las carpas" en la actualidad, ya mayor, vive alejada de los escenarios, "pero no de la vida", dice riendo al comenzar esta conversación:
-Yo recuerdo muy bien cuando comenzó Cantinflas, y él sabe que colaboré en sus primeros triunfos, porque hice papeles en sus sketchs cuando él no era quien es y yo ya era Celia Tejeda.
-¿A qué atribuye el éxito de Cantinflas?
-A su capacidad de no dejar pasar las oportunidades. Mire, yo en un momento de mi carrera llegué a ubicarme junto a Lolita (Dolores) del Río y a Lupe Vélez; y de las tres, a quien más quería el pueblo era a mí. Pero no aproveché mi momento, y no me importa, porque sé que quien toque la historia del Teatro de revistas me tocará a mi.
-¿Cuándo actuó por primera vez junto a Cantinflas?
-En el "Salón Rojo", que en su momento era la mejor de las carpas. Yo encabezaba el elenco, que también formaban Guillermo Bravo Sosa, Lupe "la criolla", Gloria Marín y su hermana Lilí, Claudio Estrada y Mario del Valle, Meche y Carmen Barba...el cómico era Armando Soto "Chicotito". Era un elenco extraordinario en la época y la carpa estaba a reventar desde las cinco de la tarde hasta la última función, que era a la una de la mañana. Pero "Chicotito" se enfermó, y Pepe Rivero, que era el empresario, tuvo que contratar a otro cómico, y llevó a Cantinflas que, con su mujer Valentina y otros artistas, pasó a engrosar el elenco. Fue un éxito. Creo que antes del "Salón Rojo" Mario actuaba como "Cantinflitas", entonces pasó a ser "Cantinflas".
-¿Cómo eran los espectáculos que presentaban?
-Fue muy exitosa una serie de parodias que hacíamos de películas de éxito, según ideas que se le ocurrían a Mario, quien tomaba la trama de las primeras películas sonoras, que comenzaban a ser un éxito inusitado, y a partir de allí inventaba las escenas que actuábamos. Le hablo de hace mucho tiempo, piense que era la novedad el gas neón para anunciar las marquesinas. La primera artista mexicana en ver su nombre en gas neón fui yo, y más tarde Cantinflas. Luego del "Salón Rojo" hicimos varias temporadas en la carpa "Mayab", que fue del mismo empresario...época grandiosa.
-¿Fue luego de la Revolución de 1910?
-Inmediatamente después, y se mantuvo unas tres décadas, por eso algunos explican el Teatro de revistas como una consecuencia de la Revolución, en que el público quería olvidar la tragedia que vivió cada hogar mexicano, porque a todos, de una u otra manera, nos afectó la violencia que se desató entonces.
-¿Usted está de acuerdo en ubicar al Teatro de revistas como una consecuencia de la Revolución?
-Por supuesto. Recuerdo que San Juan de Letrán había sido escenario de hechos sangrientos. Yo era una niña, pero sabía que hechos sangrientos habían ocurrido en las calles, y principalmente en San Juan de Letrán, pues era algo así como la calle principal del México de entonces; allí se libraron batallas, en sus calles aledañas y plazuelas hubo cadáveres, la sangre manchó todo, un horror, los soldados acampaban ahí mismo, y cuando terminó la Revolución todos estaban hartos de matanzas, deseosos de la paz, y allí, en el mismo escenario que antes fue campo de batalla, nacieron las primeras carpas. Y se mantuvieron muchos años; yo me inicié en las carpas de San Juan de Letrán. Recuerdo que cuando se amplió la calle para llegar a ser la Avenida que hoy es, vinieron los derrumbes de muchas casonas y vecindades, y en los predios vacíos se instalaron las carpas formalmente constituidas, como la "Colonial", en cuyo espacio luego se construyó el teatro que luego sería el mejor de entonces. Esa arteria era un hervidero de gente, y de allí las carpas se extendieron a todos los barrios, pero comenzaron en San Juan de Letrán, en sus calles y plazuelas, que sirvieron de escenario para los pioneros, que éramos puros artistas mexicanos. Se había inaugurado hacía poco el cine "Alameda" y era una locura; surgieron muchas otras salas; era una época de recuperación económica. Gobernaba el general Lázaro Cárdenas y el pueblo tomó mucha fuerza.
-¿Cómo continuó su trabajo junto a Cantinflas?
-El se hacía cada vez más famoso, y llegó un momento en que fuimos las máximas estrellas del pueblo; usted puede consultar los archivos de la época, los programas, los carteles en que nos anunciaban. Actuábamos con público hasta los topes. Luego surgió una gran competencia entre los empresarios, que hacían lo imposible por superar los espectáculos que presentaban. Nosotros pasamos todo el elenco a actuar a "La Principal", con ambos encabezando el elenco, y luego pasamos a la carpa "Ofelia", que estaba en el mismo sitio que hoy ocupa el Teatro Blanquita, y frente al "Salón México", que era un locura: siempre estaba repleto de público.
-¿Qué actos presentaban entonces?
-Habíamos inventado un sketch genial inspirado en "El hombre invisible", que era la película de moda. Fue tan exitoso que durante mucho tiempo lo mantuvimos en cartelera, como no se había visto hasta entonces; el público, cada vez que queríamos presentar otra cosa, nos pedía a gritos que hiciéramos "El hombre invisible", donde Cantinflas estaba muy divertido. De ahí en adelante él se hizo una estrella, que confirmó luego en el cine."
En ese tiempo también Mario Moreno inicia otro aspecto de su carrera que lo ha singularizado: la energía decidida que ha puesto en su labor gremialista en favor del trabajo artístico. A propósito de esto converso con Carlos Santander, uno de los primeros representantes de artistas que se instaló formalmente en la calle de Ayuntamiento, donde hasta hoy subsiste esta rama tan importante del medio. Hoy retirado, Santander recuerda a Cantinflas como "uno de los pocos artistas famosos que nunca se negó para actuar en obras a beneficio de sus compañeros". Nos dice:
-Mario Moreno ha sido siempre un gran luchador por los derechos de los artistas de variedades. En una época en que ser artista era casi un estigma, personalidades como él y Jorge Negrete, idearon formar un grupo que respaldara a los carperos, así nació la Unión de Artistas de Variedades y Similares. Años más tarde se unieron con la Sociedad de Actores y así se formó la Asociación Nacional de Actores (ANDA), que cobraría una fuerza gremial inusitada, y que se mantiene hasta ahora luchando por el bienestar de todos los artistas mexicanos.
-¿En qué años sucedía esto?
-Diría que fue a finales de los años treinta. Cantinflas encabezaba el elenco del "Follies Bergere", que antes era la carpa "Molino Verde" y luego el Teatro Garibaldi. Cantinflas pasó de la carpa al teatro, y fue famoso un gesto suyo: su primer sueldo de estrella salió a repartirlo en la calle entre los boleros (lustrabotas) y voceadores de diarios capitalinos, ¡qué tiempos!
-¿Cómo actuaba Cantinflas cuando ya era famoso?
-Recuerdo una ocasión muy especial en el "Follies"; al parecer él había tenido divergencias con Pepe Furstemberg, que era el empresario de ese teatro, y se había retirado del elenco, pero el público dejó de asistir y debieron volver a contratarlo de acuerdo a sus exigencias. Cuando se anunció que volvía, la sala se llenó a reventar, y cuando Mario salió a escena, el público se volvió un solo griterío, nunca antes se había oído un aplauso tan estruendoso. Entonces Cantinflas se paró en seco en medio del escenario, se veía muy impresionado por el recibimiento que le daba el pueblo, y parecía que iba a llorar, pero no, de repente exclamó: "¡Ay mamacita!", y la gente soltó la carcajada, y así estuvo el público durante toda la función: entre risas y aplausos constantes ante cada cosa que decía. Ya era un ídolo indiscutible.
-¿Había comenzado a hacer cine?
-Sí, pero en papeles secundarios hasta entonces. Luego del "Follies" hizo su primer estelar: "Ahí está el detalle", con Joaquín Pardavé, Sofía Alvarez y Sara García. Yo creo que ésta es la mejor de todas sus películas, porque es más Cantinflas mismo."
El empresario Santander recuerda que como torero cómico, Cantinflas "fue el mejor. Fue todo un matador de novillos, y sólo él sabe cuántas orejas y rabos cortó". Se explica el éxito del bufo diciendo que "nació con Angel", y considera que luego del artista "el trono que el pueblo le levantó en su corazón será muy difícil de ocupar". Explica el amor del pueblo hacia Cantinflas "porque la gente se identificó con él. Es la razón también del éxito inmenso que tuvieron las carpas, que son un fenómeno mexicano y llenan la época más rica de nuestro teatro popular. En ese tiempo el fonógrafo era muy caro y la radio estaba en pañales, el cine en castellano era incipiente y la televisión ni se imaginaba, por eso el pueblo materialmente asaltó las carpas. Era un espectáculo barato, estaba en el barrio, en todas partes, y se convirtió en algo grandiosos para el pueblo, quien agradeció levantando a humildes artistas de variedades en grandes estrellas. Y el amor del pueblo se extendería más allá, porque los mismos que conformaron el público carpero serían los espectadores de la época de oro del cine mexicano, que se extendió a toda América, época en que Cantinflas ocupó un lugar único".
La carrera cinematográfica de Mario Moreno incluye más de setenta películas. Los críticos están de acuerdo en que los guiones no siempre estuvieron a su altura. se nota esto principalmente en su época hollywoodense, por ejemplo en la cinta "Pepe", en que fugazmente lo acompañan, entre otros, artistas como Jack Lemmon, Debbie Reynolds, Sammy Davis Jr., Kim Novack, Maurice Chevalier, Edward G. Robinson, Tony Curtis, Janet Leigh, Dean Martin y Frank Sinatra. Su coestrella es Shirley Jones en su mejor momento. Un reparto así supone un éxito asegurado. Pero no. En todo momento se nota a Cantinflas limitado por el texto, y esto es explicable luego de conocer que su éxito reside en la espontaneidad: quien ve la cinta fácilmente lo percibe. Se nota en "Pepe" que Cantinflas es mucho más cómico que ese personaje que lucha por hacer reír apoyado en un parlamento poco ingenioso. Su cinta más espectacular fue "La vuelta al mundo en ochenta días", al encabezar un reparto que incluyó otra constelación de artistas célebres: Shirley MacLaine, Charles Boyer, Marlene Dietrich, Trevord Howard, Buster Keaton y Frank Sinatra. A Cantinflas le pagaron 200.000 dólares, un sueldo fabuloso en la época para un actor latino, además de cierto porcentaje en las ganancias generadas en taquilla. En contraposición a las débiles historias que se tomaron para sus otras películas, "La vuelta al mundo en ochenta días" está basada en la novela homónima de Julio Verne, y trata de un inglés excéntrico llamado "Elías Fogg" (que interpreta David Niven), quien, en compañía de su criado "Passepartout" (Cantinflas), viaja velozmente alrededor del planeta para ganar una apuesta. El artista mexicano aquí actúa con gracia insuperable y la película fue un suceso.
De esa época, Mario Moreno recuerda la enorme energía que desplegó el director Mike Todd:
-Nunca he visto cosa parecida. Andaba siempre muy atareado y nervioso. Cuando filmamos en Durango, Todd me despertaba a las 6:00 a.m., hora muy inconveniente, para que lo llevara en mi avión a Los Angeles. Por cierto yo accedía, resignado a ir en la carlinga con los ojos muy abiertos mientras Todd dormía todo el viaje...trabajar con él me hizo penosamente feliz.
-¿Qué le parece el cine actual?
-Desbocado. No aporta mucho a la humanidad. Pienso que todas las artes deben ser planeadas para proyectar lo bueno del mundo y de las personas, sin que por ello olvide que siempre hay el revés de las cosas, lo negativo, pero que según el tratamiento que se le de, será su mensaje. Es lo que he intentado con Cantinflas: insinuar siempre un poco de bondad.
-Usted ha sido reconocido en diversas oportunidades por su trabajo humanitario, ¿qué podría decir al respecto?
-Pienso que el humanismo está íntimamente unido a la evolución de las personas, a la superación del ser humano. Y la razón de mi vida ha sido la superación. Si hubiera elegido ser carpintero, sería un buen carpintero; si hubiera sido electricista, sería ahora un muy buen electricista. Siempre creí que la superación del oficio está ligada a la superación del ser entero. Cuando empecé a trabajar en el espectáculo, dije: "pues, me gusta", y aquí estoy, o sea, todo lo que se haga por ser mejor, está bien hecho.
-¿Teme usted a la muerte?
-Nunca. Creo que la muerte es parte de la vida. A mí me gustaría morir en el momento correcto en que debe morirse la gente, sin que signifique sufrimiento para nadie; por lo menos me gustaría que nadie sufriera porque yo me muero ni que sufriera yo mismo por morir, es lo único.
-Quisiera terminar con su opinión sobre lo que ha significado el buen humor, la risa, en su propia vida.
-La risa ha sido en mi vida lo que el pesimismo fue para Charles Chaplin. Tuve el agrado de conocerlo por una invitación que me hizo luego que vio una de las cintas de Cantinflas. Ese vagabundo de New York, que él proyectó con tanto talento, a mí me pareció digno de admiración, pero somos diferentes. Chaplin se expresa con la tristeza y Cantinflas se expresa con la alegría. Oye, por la noche tenemos una fiesta, algunos amigos se han juntado para celebrar algo, ¿quieres venir?
-Sí señor, gracias."
Hoy cuando redacto La Sala Oscura, que suma también tantos recuerdos personales, Mario Moreno "Cantinflas" se ha devuelto a la distancia. Fue generoso conmigo en su amistad. Varias veces fui invitado por él en reuniones que hice amigos que hasta hoy mantengo, como la cantante chilena Monna Bell, la actriz argentina Rosita Quintana, y artistas mexicanos que me han honrado con su amistad como Lola Bertrán, Mauricio Garcés, Lucha Villa, María Victoria, Pilar Pellicer (la mejor "Susana San Juan" de la obra "Pedro Páramo" de Juan Rulfo llevada al cine)... la última vez que vi a "Cantinflas" fue durante una entrega de premios en que fui enviado a recibir una presea a nombre de VOGUE. Me acompañaba la actriz Angélica Aragón, con quien recordaríamos años después que esa noche Mario Moreno era "Cantinflas" y "Cantinflas" era Mario Moreno; era él mismo reflejado en un espejo, parecía que finalmente había llegado a su centro. Vaya esta imagen grata de su presencia en recuerdo del más alto bufo de la cinematografía latinoamericana.
© Waldemar Verdugo Fuentes.
-La música como elemento del Cine
-La carcajada en una sala oscura
-Chaplin y la desolación del mundo
-Buster Keaton jamás rió
-La destrucción sin medida de Laurel y Hardy
-Borges aplaudió a los Hermanos Marx
-La risa dramática de ciertos pioneros
-Erase una estrella a una nariz pegada.
-Entrevista a Mario Moreno "Cantinflas".
LA REALIDAD CON MÚSICA DE FONDO
Un actor vital del cine es la música. Crear mundo, profundizar las atmósferas y definir caracteres. Esas han sido algunas de sus tareas, fundidas al arte de las imágenes desde antes de la aparición del cine sonoro. Sabemos que esta alquimia del cine se inició en nuestros países de América casi de inmediato con un músico y su instrumento junto a la pantalla, especialmente un hombre y su piano intentando seguir el avance de los fotogramas. Luego fue toda una orquesta, en que el director incluso construía fragmentos musicales adecuados a lo que se veía, en un juego de malabar que subrayaba la acción con ritmos y comentarios musicales paralelos. En la primera época no se compuso especialmente para el cine, pero hubo excepciones, como la obra de Meisel para "El Acorazado Potemkin" (1925), de Sergei Eisenstein, que fue popular en el mundo de entonces. Sólo a partir de 1927, implantado el sonido, fue obvio que a la imagen y al diálogo le era necesaria la música de fondo. Fue de inmediato evidente que la partituta en sí debía constituir un todo armónico con lo que se mostraba, y no apenas un agregado.
Sin embargo, la entrada de la música como elemento cinematográfico no fue fácil. Considerando que en el cine las imágenes eran lo importante, su uso fue debidamente comentado. Desde Francia, Maurice Jaubert, que escribió la música para "El último millonario" (de René Clair, 1934) y para "La Atalaya" (de Jean Vigo, 1933), declaraba: "No vamos al cine para oír música. Exigimos que ella profundice y prolongue en nosotros las impresiones visuales de la pantalla. Su tarea no consiste en explicar estas impresiones, sino en agregarles un matiz específicamente distinto, y si así no fuera, la música para películas habría de contentarse con ser perpetuamente redundante." En "La Atalaya" el tema de una canción aparece, por primera vez, como leit motiv durante toda la película y, distorsionado, se impone cuando los amantes evocan.
La llamada música "incidental" fue otra opción que surgió, cuando la partitura sólo establece ligazones entre los episodios, y se vincula estrechamente con la atmósfera en manera premonitoria, como las cuerdas que anticipan y concluyen el suicidio del marido paralítico de la protagonista en "Esposa por una noche", de Edmond Greville. Para Maurice Jarré, uno de los músicos europeos establecidos con enorme prestigio en Hollywood, autor de la música de cintas como "Doctor Zhivago" y "Lawrence de Arabia"), para él la música ha evolucionado con la técnica cinematográfica y con el público: "La audiencia actual no tiene necesidad de que le expliquen los saltos de tiempo y de lugar. Así, es posible trabajar con secuencias musicales que se desarrollan durante toda la cinta. Ya no existe ese problema de tener que confirmar con el sonido una explicación que, además, se da en el plano visual. Vale decir que la música es ahora más un contrapunto que un acompañamiento."
También en estos primeros 100 Años hubo películas en que la música se hizo parte insustituible, como las melodías de Max Steiner para "Lo que el Viento se Llevó", de la obra de Margaret Mitchel. O como la música de Henri Mancini para la popular "Pantera Rosa". En 1941, Bernard Hearmann sorprendió con su partitura para "El Ciudadano Kane", que enmarca el genio de Orson Welles. Otros compositores para el cine, clásicos en América, son Alex North, Miklos Rozza, Alfred Newman, Frank Waxman, André Previn... algunos devinieron al Séptimo Arte de la música clásica, como Béla Bartok, Aaron Copland y Erick Korngold, el austríaco compositor de óperas como "Violanta" y "Die Tote Stadt".
Lo cierto es que el cine no pudo sustraerse de la música clásica, como la ópera, por ejemplo, aunque sin mayor acierto, pero, al menos ha rescatado voces y sinfonías en interpretaciones enormes. Entre las numerosas producciones para el género operístico que hemos visto en nuestros países de América, podemos mencionar:
-"Aída", de Verdi. Dirección: Clemente Fracassi. Con Sophia Loren doblando a Renata Tebaldi, 1951.
-"I Pagliacci", de Leoncavallo. Con Gina Lollobrigida y Tito Gobbi, 1951.
-"La Favorita", de Donizetti. Dirección: Cesare Barlacchi. Producción de Carlo Ponti con Sophia Loren doblando a Palmira Vitali-Marini, 1952.
-"La voz humana", de Poulenc. Dirección: Dominique Delouche. Con Denise Duval, 1970.
-"La Flauta Mágica", de Mozart. Dirección: Ingmar Bergman, 1973. Que se considera uno de los más acertados intentos.
-"Don Giovanni", de Mozart. Dirección: Joseph Losey. Con Eda Moser, Kiri Te Kanawa, Ruggero Raimondi y Teresa Berganza.
-"El Castillo de Barba Azul", de Bartok. Dirección: George Solti, 1980.
-"Parsifal", de Wagner. Dirección: Jurgen Syberberg. Con Michael Kutter y Edith Clever. Considerada obra maestra de este grupo según los entendidos, 1982.
-"La Traviata", de Verdi. Dirección: Franco Zeffirelli. Con Teresa Stratas y Plácido Domingo, 1982.
-"Carmen", de Bizet. Dirección: Francesco Rosi. Con Julia Migenes-Johnson y Plácido Domingo, 1985.
-"Macbeth", de Verdi. Dirección: Claude D'Anna, 1985.
-"Otello", de Verdi. Dirección: Franco Zeffirelli. Con Plácido Domingo, Katia Ricciarelli y Justino Díaz, 1987.
Entre las películas que hemos visto que tocan el tema de la ópera están: "Una noche en la Opera", de los Hermanos Marx; "El joven Caruso", con Mario Lanza; "Vértigos", de Christine Laurent, basada en una representación de "Las bodas de Fígaro"; "La muerte de María Malibrán", de Werner Schroeter; "Encuentro con Venus" (1991) de Istvan Szabo, con Glenn Close doblando a Kiri Te Kanawa; "E la nave va", de Fellini. Ken Russel nos ha entregado: "Mahler", "Lisztomanía" y "La última danza de Salomé". También hemos visto la cinta "Aria" (1988), en la que directores como el mismo Ken Russel, Robert Altman, Jean-Luc Godard, Franc Roddam y Nicolas Roeg divagan sobre fragmentos de "Turandot", "Un baile de máscaras" y "Tristán e Isolda", entre otras.
También hay piezas musicales que ocuparon un sitio propio en la historia del Séptimo Arte. Como "Samba da bencao" de Baden Powell, para "Un hombre y una mujer", de Claude Lelouch (1966); o las colaboraciones de Nino Rota para Luchino Visconti ("Noches Blancas", 1957; "El gatopardo", 1963); para Franco Zeffirelli ("Romeo y Julieta", 1968); Para Francis F. Coppola ("El Padrino", 1972)... también el citado antes Maurice Jarre ha escrito algunas de estas piezas únicas, como sus contribuciones en películas de David Lean (como el recurrido "Tema de Lara" para "Doctor Zhivago"); Visconti ("Los malditos") y Peter Weir ("Testigo en peligro", "La costa Mosquito", "El año que vivimos en peligro"). También debemos citar a Ryuchi Sakamoto y su creación para "El último Emperador" de Bertolucci; a Ennio Morricone, con su sugestiva partitura para "La Misión", de Roland Joffe (que actualmente, por ejemplo, se puede escuchar en los matrimonios eclesiásticos que se celebran en Santiago de Chile, como parte usual del acto religioso). También Alan Parker, con "Pink Floyd, The Wall", hizo un aporte en 1982, en un film que se ha convertido en objeto de culto para fanáticos del grupo.
Al final de estos primeros 100 Años del Cine, entre los escritores de música más populares en América, además de Jarre, podemos citar a Jerry Goldsmith y John Williams (el compositor de Steven Spielberg para filmes como "Encuentros cercanos", "E.T." y "Jurasic Park".) También inician su escalada Howard Shore, colaborador de Cronenberg; Angelo Baladamenti, de David Lynch, y Danny Elfman, de Tim Burton.
La crítica musical considera, generalmente, un género menor la música escrita para el cine. Pero pocos creadores del siglo han logrado sustraerse a su llamado, primero, porque la novedad es irresistible, segundo, porque el público es todo el mundo, y, tercero, porque permite cualquier fantasía, ya que su interpretación da un sentido dinámico al espacio, en que el baile también ha ocupado un sitio propio. El propio Thomas A. Edison tiene en su hoy legendario catálogo algunos temas dedicados a la danza, pero es "Danse sur scene" (1896) la primera cinta de baile que figura en el catálogo más antiguo de la productora Lumiere. De 1900 data "Danseuses mondaines", con música sincrónica, y de 1922 "Salomé", de Charles Bryant, con Alla Nazimova al ritmo de los velos de Richard Strauss. En 1926, los hermanos Warner, al borde de la quiebra, presentaron el sistema sonoro Vitaphone aplicado a "Don Juan" de Alan Crosland. Era la simple sincronización de una partitura escrita especialmente para el filme y se convirtió en el primer triunfo del cine musical, conslidado al año siguiente con ""El cantor de Jazz" (1927). En febrero de 1929, la MGM entrega "Melodías de Broadway", con un tema al que desde entonces se recurre con frencuencia: el interior de los teatros de revista y las peripecias que vive un autor o empresario que no consigue montar el espectáculo de sus sueños. De estas comedias musicales americanas los autores más celebrados fueron George Gershwin, Jerome Kern, Cole Porter, Irving Berlin (nacido en Europa) y Richard Rodgers. De 1929 data "El desfile del amor" con Maurice Chevalier y Jeannette Mac Donald, que consagró a Ernst Lubistch como "el gran creador de películas musicales de Hollywood". Cuatro años después vino "La calle 42" de Lloyd Bacon, que afianzó el gusto por el cine musical en el público norteamericano, aunque sin mayor suerte en los otros países de América. A mediados de la década de 1930, el boom estalló en todos nuestros países cuando surgen Fred Astaire y Ginger Rogers bailando en "Volando hacia Río" (1933, de Thorton Freland), y en otras como "La alegre divorciada" y "Sombrero de copa" (con música de Irving Berlin); Astaire, dirigido por Vincent Minelli protagoniza "El gran Ziegfeld", un clásico con música de Ira y George Gershwin, pero se consagra con "Un americano en París" (1951), que también consagra a Minelli. En 1939, de Norte a Sur de América se impone Judy Garland en "El Mago de Oz", dirigida por Victor Fleming, donde canta la famosa "Over the rainbow", de Herbert Stothart. En 1944 surge Gene Kelly que hizo para la Columbia "Cover girl", con Rita Hayworth (que hizo bastante por acercar este género al cine, en que destaca como una de sus mejores intérpretes desde que ella se inicia cantando y bailando en Tijuana, México, donde es descubierta por Hollywood). Gene Kelly luego filma para la MGM, "Leven anclas" (con Frank Sinatra y la actuación especial del pianista José Iturbi), que anuncia filmes como "Un día en Nueva York" (1949) y "Cantando bajo la lluvia" (1952, considerada obra maestra del cine musical). Después de 1955 el cine musical sufre un olvido, especialmente obligado por el alto presupuesto de las producciones. De ese tiempo en crisis del género datan "Carrousel", de Henry King, y "El rey y yo", de Walter Lang. De la década de 1950 y 1960 son también las películas de Elvis Presley y The Beatles, algunas de cuyas canciones, según ciertos entendidos, serán clásicas en los siglos que vendrán.
En 1961 renace el género con "West Side Story", de Robert Wise y Jerome Robbins, un amor sin barreras adaptado de la historia de "Romeo y Julieta" trasladada a un problema racial en medio de los rascacielos de Nueva York, con música de Leonard Bernstein de fondo. La película abrió la era del supermusical en 70 milímetros. Cruzan nuestras pantallas "Mi Bella dama" (1963, de George Cukor, con Rex Harrison y Audrey Hepburn); "La Novicia Rebelde" (1965, de Robert Wise, con Julie Andrews), y "Camelot" (1968, de Joshua Logan). En 1968 también se hace popular en todos nuestros países de América la soberbia Barbra Streisand, con "Funny Girl", de William Wyler; la Streisand en 1969 filma "Hello Dolly", dirigida por Gene Kelly, que, de alguna manera, cierra un ciclo del cine musical cuando Hollywood se juega a una sola carta (algo después dudoso por los cambios socio-económicos), pero que en este caso fue un cierre acertado, porque la cinta fue un éxito.
Europa ha hecho poco al respecto. En verdad, al menos entre lo que vimos en nuestros países de América, sólo recordamos "Los Paraguas de Cherburgo" (1964), de Jacques Demy y Michel Legrand, con la bellísima Catherine Deneuve y Nino Castelnuovo, que aportó una calidad desconocida en el género, porque es una película íntima y verdadera a pesar de ser cantada de principio a fin: canciones de la cinta como "Ne Me Quitte Pas", popularizada por Jacques Brel, hasta hoy se escuchan con agrado. La belleza de la Deneuve se hizo clásica en nuestros países desde entonces; estos últimos años la actriz francesa tuvo un resurgimiento mundial a partir de ser dirigida por el chileno Raul Ruíz en cintas memorables que tratamos aparte.
Entre los musicales más cercanos a la celebración de los primeros 100 Años del cine, destacan "Cabaret" (1972, de Bob Fosse con Liza Minelli); un año después se ubica una cinta musical que se convirtió en el símbolo de una época: "Jesucristo Superestrella" (1973, dirigida por Norman Jewison), y que en gran medida expresó el fuerte resurgimiento que tuvo la figura de Jesucristo, hijo de María, y el despertar cristiano de los jóvenes de entonces, impactados por dos guerras mundiales, los hippies y el primer viaje del hombre a la luna.
En 1975 surge "Tommy" (de Ken Russel, basada en la ópera-rock del grupo The Who, con Elton John, Jack Nicholson y Ann Margret, bellísima, que se hizo popular en nuestros países luego de acompañar a Elvis Presley en cintas como "Café Europa"). De 1977 data "New York, New York", de Martin Scorsese, con Liza Minelli y Robert de Niro. De ese mismo año es "Fiebre de Sábado por la Noche", de John Badman, con John Travolta imponiendo su baile respaldado en la música única de Bee Gees (uno de los pocos grupos musicales populares seguramente clásicos de América). De 1978 data "Grease", otro film interpretado por Travolta, ahora con Olivia Newton John, dirigidos por Randal Kleiser (hay una versión II menos exitosa). En 1979, Bob Fosse nos deja "El show debe continuar", con Roy Scheider y Jessica Lange, que finalmente quedaría como intérprete de excelentes cintas dramáticas. En 1979 surge "Hair", de Milos Forman, con coreografías de Twyla Tharp. De 1982 anotamos "Victor/Victoria" de Blake Edwards, con Julie Andrews. De 1983 es "Flashdance", dirigida por Adrian Lyne. Y de 1985 "Chorus Line", con Michael Douglas.
Y EL CINE HIZO REIR AL MUNDO.
Es cierto que el humor, culturalmente, adopta expresiones que son propias del lugar en que se practica. Así el cine lo enseña, y también verifica que a partir de lo nacional se puede llegar a lo universal; porque, se ha dicho tanto, la risa es una sola, una sola carcajada que estalla en las salas oscuras por las ocurrencias geniales de los ídolos del género. Una sola carcajada a la que aspiran todos los que aún hoy ven en el cine también un vehículo de la alegría. Antes dijimos que el astro cómico por excelencia que aporta Latinoamérica en estos primeros 100 años del Séptimo Arte es Mario Moreno "Cantinflas". Con una conversación que tuvimos con el bufo mexicano, en la década de 1980, publicada en VOGUE, cerramos este capítulo. Ahora "Cantinflas" no está, sólo recordaremos que su única aspiración fue hacer reír. La misma aspiración que tuvieron los pioneros, allá cuando se avecindaban los horrores de la Primera Guerra Mundial, cuando desde otra trinchera un hombrecito armado de ternura disparaba tiros certeros introduciendo nuevas formas a la comicidad, a partir de su propio entorno: una sociedad en guerra.
Charles Chaplin se hizo aplaudir luego de una serie de cortometrajes que pasaron inadvertidos. De las 79 películas que realizó, entre cortos, medios y largometrajes, nos legó clásicos del género (como “La Quimera de Oro”). Su aporte al cine conforma toda una época que resucita y se explica con una sonrisa, no siempre amable. De hecho, Chaplin inicia su carrera a partir de una tragedia: el estrepitoso final del cómico Roscoe “Fatty” Arbunkle, que en América Latina conocimos como “Tripitas”, y cuyo oscuro alejamiento de la industria cinematográfica, que anotamos antes, Hollywood debía llenar de alguna forma. Así, en los estudios Keystone, cuando “Tripitas” fue despedido, su ropa había que aprovecharla de algún modo. Y Chaplin, escuálido frente al gordo caído en desgracia, se embute en las ropas descomunales: un pantalón demasiado ancho, por contraste, un saco estrecho, corto, sombrero hongo, chaleco de fantasía. Y un paraguas. Se iba a filmar “Bajo la Lluvia” (“Between Showers”): carreras, saltos, mucha mímica. Ojos negros muy abiertos de la heroína. Y Chaplin, derrotado en el amor, con su indumentaria ridícula, se aleja por el parque desierto. Da la espalda al público y camina contoneándose como pato. Su paraguas, haciendo molinetes en el aire, lo utiliza como bastón. Sueña con el amor de las hermosas protagonistas. Entra a los cabarets de lujo, donde lo apalean y lo expulsan. Es pobre y esmirriado. Débil y valiente. Y se hace símbolo de los millones que lo verán en la pantalla, pobres también, débiles y explotados, que están en ese año de 1914 en el umbral de una guerra feroz. Son pueblos enteros engullidos por las fieras dirigentes. Lujo colosal de la Belle Epoque agonizante, del cual el pueblo es miserable espectador. Gangrena de una sociedad que Chaplin va a ir revelando poco a poco, en la medida en que sus financistas y la Estatua de la Libertad se lo permitieron hasta que se hizo independiente. Era el 28 de febrero de 1914, y en los estudios Keystone en tiempo convulso el personaje ha nacido. Y nada sospecha Chaplin de la historia prodigiosa que va a vivir en el cine, ni ese remedio colosal del humor que va a aplicar como un sanador a ese mundo enfermo. No. Nada sospechó Chaplin: él sólo comenzó a trabajar en lo que se le ocurrió para no morir de hambre.
Chaplin gásfiter llega a una gran mansión a hacer un arreglo. La patrona teme que le roben su cuchillería de plata y lo encierra ostentosamente con llave. Chaplin mira sus pocos pesos en el bolsillo y observa desconfiado a la señora. Guarda todas sus pocas cosas en un mismo lado del pantalón y lo cierra bien con un alfiler; él también tiene que tomar sus precauciones. En “Chaplin empleado de banco”, abre la más gigantesca y complicada caja de caudales. De ella saca ceremoniosamente una escoba y trapos para la limpieza. Va al hall del banco y allí con torpeza ensucia la cara de los opulentos capitalistas con sombrero de copa y frac.
Pero no basta satirizar y burlarse. Hay que explicar, dar a entender lo mejor que se pueda, el por qué de esa sociedad inhumana. Es 1915. Y este hombre se propone además de comer, consolar. Y lo consigue. He aquí el secreto de Chaplin. En medio de sus más estrepitosas carreras, cuando las tortas y pasteles estallan como granadas en el rostro de todos los que le rodean, entre saltos, cabriolas y una comicidad que parece desatada, sin límites, el público puede advertir la nota súbita, amarga, triste. No se trata de hacer reír por reír. La de Chaplin es una risa que hace doler. Y por medio del dolor, enseña. En “Chaplin se Fuga”, toma un helado acompañado de una chica en el balcón de un suntuoso hotel. En el piso de abajo está una señora obesa, enjoyada, respetable. El helado rueda y cae en la espalda de la señora. Ésta toma su quitasol y atribuyéndole al mozo el percance, al pasar éste lo apalea sin piedad. El mozo se va a quejar ante el dueño, pero la señora, que lo persigue hasta la cocina, resbala entre ollas y mermeladas y queda tapada por un betún de cremas. El propio Chaplin explicó la escena: “Por muy sencillo que parezca, aquí se tocan dos resortes de la naturaleza humana. El espectador tiende a sentir las mismas emociones que el actor. Y goza cuando ve ridiculizar a la riqueza y al lujo. Siente que ese es un acto de justicia frente a la miseria reinante. Si el helado, en vez de caer sobre la dama obesa, hubiera manchado a una pobre sirvienta, el acto no hubiera causado risa, sino compasión. Como una sirvienta no tiene una dignidad que perder, de ninguna manera hubiera sido un acto gracioso...”
Así Chaplin reivindica la dignidad de los más desprotegidos. Tapa con pastelazos y humillaciones sistemáticas al que más se cree, a los señores panzudos, a los pocías brutales, ministros hipócritas, funcionarios banales, a damas crueles... Y sistemáticamente levanta la dignidad de los parias: emigrantes sin trabajo, sirvientas sufridas, vagabundos que ven comer a través de los cristales de un restaurante. En una escena célebre, Chaplin ve engullir a un gordo, arrellanado en una cómoda butaca, mientras él, botado en la calle, se siente crujir de hambre, e imitando todos sus gestos termina por comerse sus zapatos.
Es el momento en que Hollywood se convierte en la capital mundial del cine, en una fábrica colosal de películas; es cuando los dólares afluyen y permiten levantar imperios. Mary Pickford, la novia de América, pasea a su perro tirándolo de una correa cuajada de brillantes. Douglas Fairbanks (un actor prácticamente “inventado” por la genial escritora Anita Loss) era el prototipo del norteamericano y de lo que éste deseaba ser: atlético, superhombre, deportivo, invencible. Norteamérica era joven y fuerte. Pero los primeros síntomas de la gran crisis habían también comenzado. El país colosal estaba enfermo de abundancia en pocas manos y de escasez en muchas otras. Eran tan abundantes las cosechas que los precios bajaban y los agricultores preferían quemar sus productos antes que venderlos. En California había tanto algodón que los humoristas proponían que se empleara para pavimentar los caminos. Sería un modo blando de transitar. El problema de distribución y de injusticia era agudo. Para no vender y no bajar los precios, se quemaba todo sin importar el hambre. Ardía el trigo y no había pan. La leche corría tirada por los canales y los niños no podían tomarla. “Tiempos Modernos”, “Luces de la ciudad”, denuncian estos males del sistema. Pero la Estatua de la Libertad se enoja y señala a Chaplin amenazadoramente con el dedo.
El hombre ya no dejaría de ser el Chaplin incómodo, el libre pensador, el opinador político, el genio perseguido hasta el fin (desde los juicios entablados por actrices alegando haber sido seducidas por el bufo enriquecido hasta su prohibición de vivir en Estados Unidos). Cuando, en 1952, en viaje a Europa, se le comunica que tiene prohibido volver, Chaplin declara entonces: “Me he quedado estupefacto. En California vivo hace casi cuarenta años. Es gran parte de mi vida la transcurrida allí, y la casi totalidad de mi trabajo. No soy un hombre político. No puedo ser un superpatriota porque eso lleva al hitlerismo. Sólo cuando me muera dejaré de hacer películas. Algunos me llaman anticuado, otros moderno. ¿A quién creer? Nuestro mundo ya no es el de los grandes artistas. Es un mundo espumante, agitado, amargo, un mundo ahogado por la injusticia y el fanatismo. Yo, Charles Chaplin, declaro que Hollywood agoniza. Las obras maestras no pueden fabricarse en serie como los tractores en las fábricas. La obra de Arte necesita la libertad de creación. Hollywood libra su última batalla, y la perderá a menos que la mentalidad de todo el país sustituya su concepto de lo que es el cine. Es tiempo de tomar un camino nuevo para que el dinero no siga siendo todopoderoso de una comunidad decadente. Durante más de 30 años he vivido prácticamente en una pecera, observado por todo el mundo. Declaro que no soy “rojo”, sino un hombre que cree en la justicia y en la amistad entre todas las naciones. Creo en el poder de la risa y de las lágrimas como contravenenos del odio y del terror. Las buenas películas constituyen una necesidad internacional. Responden a un lenguaje de piedad, de humor y de comprensión que los hombres buscan desesperadamente. Soy un medio para disipar la ola de sospecha y de división que ahora invade al mundo. Hemos visto demasiadas películas llenas de violencia, de sexualidad morbosa, de guerra, de crímenes, de intolerancia, que hacen aún más insostenible la tensión mundial. Si pudiéramos organizar entre las naciones un intercambio de películas que no sean una propaganda agresiva sino que hablen del lenguaje de los pueblos, del hombre y la mujer sencillos...”
Ciertamente el arte revolucionario de Chaplin nació del pueblo. En estos primeros 100 años el cine tuvo en él a uno de sus forjadores más idóneos, al tomar las posibilidades de alusión sicológica cinematográfica donde la había dejado David Wark Griffith. Guiado por el instinto y formado en el teatro de revistas, Chaplin logra crear un personaje delirante, absurdo pero verosímil, cercano, que involucra y no aleja. Es un personaje doloroso, el que nada espera, el vagabundo, un solitario. Es, justamente por no integrarse a la máquina social, un individuo que puede recorrerla impunemente, ejerciendo con su sola presencia una crítica al sistema que abomina de la individualidad. Por esto encarna una utopía colectiva. Y lo hace como nadie antes: explorando las posibilidades del cine, inventando costumbres en un arte nuevo, como esa que impone de actuar de espaldas a la cámara, que nos queda como su mayor imagen de la desolación. De Buster Keaton -tan grande como él, pero más tímido- aprendió la forma avanzada de comedia que consigue expresar un aspecto del mundo de los objetos; aún cuando si los objetos para Keaton eran parte natural de la vida, incorporándolos triunfalmente a sus personajes, en Chaplin conforman un entorno agresivo, con vida ajena a él. Chaplin es un estado de ánimo, una forma dramática de enfrentar al mundo, cuando se ríe por no llorar. También es una forma mítica del cine: a Hitler se le reconoció al principio “por su bigotito a lo Chaplin”. También es, más que ninguna otra cosa, un romántico, un idealista, y, en este aspecto, rescata una de las cualidades inherentes al arte por excelencia. Los parlamentos finales que dirige “El Gran Dictador”, que es Chaplin mismo, a Hannah, el nombre el personaje femenino interpretado por Paulette Goddard, son palabras elocuentes:
“Lo siento, pero no quiero ser emperador. No es lo mío. No quiero gobernar o conquistar a nadie. Me gustaría ayudar a todo el mundo –si fuera posible- a judíos, negros, blancos. Todos nosotros queremos ayudarnos mutuamente. Los seres humanos son así. Queremos vivir para la felicidad y no para la miseria ajena. No queremos odiarnos y despreciarnos mutuamente. En este mundo hay sitio para todos. Y la buena tierra es rica y puede proveer a todos.
“El camino de la vida puede ser libre y bello; pero hemos perdido el camino. La avaricia ha envenenado las almas de los hombres, ha levantado en el mundo barricadas de odio, nos ha llevado al paso de la oca a la miseria y la matanza. Hemos aumentado la velocidad. Pero nos hemos encerrado nosotros mismos dentro de ella. La máquina, que proporciona abundancia, nos ha dejado en la indigencia. Nuestra conciencia nos ha hecho cínicos, nuestra inteligencia, duros y faltos de sentimientos. Pensamos demasiado y sentimos demasiado poco; más que maquinarias necesitamos humanidad. Más que inteligencia, necesitamos amabilidad y cortesía. Sin estas cualidades, la vida será violenta y todo perecerá.
“El avión y la radio nos han aproximado más. La verdadera naturaleza de estos adelantos clama por la bondad en el hombre, clama por la fraternidad universal, por la unidad de todos nosotros. Incluso ahora, mi voz está llegando a miles de seres en todo el mundo, a millones de hombres, mujeres y niños desesperados, víctimas de un sistema que tortura a los hombres y encarcela a las personas inocentes. A aquellas que pueden oírme, les digo: ¡No desesperéis!
“La desgracia que nos ha caído encima no es más que el paso de la avaricia, la amargura de los hombres que temen el camino del progreso humano. El odio de los hombres pasará, y los dictadores morirán, y el Poder que arrebataron al pueblo volverá al pueblo. Y mientras los hombres mueren la libertad no morirá jamás. ¡Soldados! ¡No os entreguéis a esas bestias que os desprecian, que os esclavizan, que gobiernas vuestras vidas! Decidles lo que hay que hacer, lo que hay que pensar y lo que hay que sentir: ¡Que os obliga a hacer la instrucción, que os tienen a media nación, que os tratan como un ganado y os utilizan como carne de cañón! ¡No os entreguéis a esos hombres desnaturalizados, a esos hombres-máquinas con inteligencia y corazón de máquina! ¡Vosotros no sois máquinas! ¡Sois hombres! ¡Con el amor de la Humanidad en vuestros corazones! ¡No odiéis! ¡Sólo aquellos que no son amados odian, los que no son amados y los desnaturalizados!
"¡Soldados! ¡No luchéis por la esclavitud! ¡Luchad por la libertad! En el capítulo diecisiete de San Lucas está escrito que el reino de Dios está dentro del hombre. ¡No de un hombre o de un grupo de hombres, sino de todos los hombres! ¡En vosotros! Vosotros, el pueblo, tenéis el poder, el poder de crear máquinas. ¡El poder de crear felicidad! Vosotros, el pueblo, tenéis el poder de hacer que esta vida sea libre y bella, de hacer de esta vida una maravillosa aventura. Por tanto, en nombre de la democracia, empleemos ese poder, unámonos todos. Luchemos por un mundo nuevo, por un mundo digno, que dará a los hombres la posibilidad de trabajar, que dará a la juventud un futuro y a los ancianos una seguridad.
“Prometiéndonos todo esto las bestias han subido al poder. ¡Pero mienten! No han cumplido esa promesa. ¡No la cumplirán! Los dictadores se dan libertad a sí mismos, pero esclavizan al pueblo. Ahora unámonos para liberar al mundo, para terminar con las barreras nacionales, para terminar con la codicia, con el odio y con la intolerancia. Luchemos por un mundo de la razón, un mundo en el que la ciencia y el progreso lleven a la felicidad de todos nosotros. ¡Soldados! en nombre de la democracia, unámonos!
“¿Hannah, puedes oírme? ¡Dondequiera que estés, alza los ojos! ¡Mira, Hannah! ¡Las nubes están desapareciendo! ¡El sol se está abriendo paso a través de ellas! ¡Estamos saliendo de la oscuridad y penetrando en la luz! ¡Estamos entrando en un mundo nuevo, un mundo más amable, donde los hombres se elevarán sobre su avaricia, su odio y su brutalidad! ¡Mira Hannah! ¡Han dado alas al alma del hombre y, por fin, empieza a volar! ¡Vuela hacia el arco iris, hacia la luz de la Esperanza! ¡Alza los ojos, Hannah! ¡Alza los ojos!”.
Así como Chaplin hizo época y supo del éxito fenomenal que el cine reserva a sus estrellas, otros cómicos tan acertados como él no tuvieron suerte. En especial, dijimos uno: Buster Keaton, el hombre sin sonrisa, que con su cara de palo hacía saltar de sus asientos a los espectadores de comienzos del siglo, cuando apareció en las pantallas. Keaton sólo adquirió relieve internacional en el ocaso de su carrera. En sus tiempos fue uno de esos héroes que corren aventuras, verdaderos homenajes a la constancia y esfuerzos del hombre. Su comicidad, esencialmente visual, murió con la llegada del cine sonoro. Sin embargo, los “gags” protagonizados por Keaton no han podido ser superados y permanecen como verdaderos hitos.
Keaton se halla sentado en el manubrio de una motocicleta lanzada a toda velocidad sin darse cuenta de que no tiene conductor. Atraviesa la arteria más concurrida de una ciudad, corta la cuerda que se disputan dos equipos de atletas, recibe sincrónicamente una paletada de tierra en pleno rostro al pasar junto a una zanja llena de obreros, se precipita sobre un árbol caído en la carretera que una explosión parte en dos en el momento oportuno, choca contra un automóvil, sale disparado, entra por la ventana de una cabaña, derriba al “malo” haciéndolo atravesar la pared opuesta y salva el honor de la protagonista. Todo esto en una línea continua de segundos.
Secuencias como ésta aparecían en todas las películas del cómico mientras su rostro se mostraba impasible. Esta imposición le produjo serios trastornos. Todos lo conocían como “el hombre que nunca ríe” y debía mantener el cliché aún fuera de la pantalla. Pero si el actor no reía nunca, el público lo hacía a carcajadas y lo seguimos haciendo hasta ahora. Sin embargo, para este hombre que aportó varias obras maestras a la famosa “gran edad” de la escuela norteamericana hubo un descenso que lo llevó a figurar como extra en películas sin importancia. En “El Mundo está Loco, Loco, Loco”, hizo una aparición fugaz, y en su última cinta ("Algo Sucedió en el Camino al Foro”) vuelve a repetir algunos de los “gags” que lo hicieron famoso, pero ya era una parodia de sí mismo, figurando su nombre perdido entre otros desconocidos para el público. Unos años antes de su muerte, en 1968, a pesar de todo, los franceses lo redescubrieron, y la Cinemateca de París llevó a Keaton para homenajearlo: fue la ovación más prolongada que recibió en su vida, porque si en su país no lo reconocieron, en Europa y Latinoamérica ganó un sitial propio.
Lo cierto es que a partir de la muerte de Keaton su obra cinematográfica, hasta hoy día, ha despertado una especie de culto. Y nadie hubiera dicho, mientras él vivió, que su trabajo sería recordado. Sus dos películas más largas las filmó en los años veinte: “El Navegante” (“The Navigator”, 1924) y “El General” (“The General”, 1926), y el que no pudiera seguir trabajando cuando llegó el cine sonoro no fue porque no pudiera hablar, sino por la pérdida de un mundo en silencio que, por muy artificial que fuera, Keaton entendía a la perfección, y en el cual podía utilizar su gran recurso: la mímica. Agregar palabras, la más mínima frase a estas escenas, simplemente no servía. Ya que el cine hablado pidió un nuevo tipo de comedia, el brillante mimo que fue Keaton se sintió perdido. Por ironía, es el Keaton del cine mudo el que luego despertó entusiasmo por él en nuestro tiempo: sus dos únicos largometrajes hoy son clásicos, pudiéndose ver una y otra vez y causando siempre la misma hilaridad inicial. Es Buster Keaton un momento cumbre en la historia del cine, porque el Arte le debe el hallazgo de una comicidad propia, diferente a todo lo conocido, antes y después de él.
En su país, cuando surge Keaton, campeaba también una pareja de cómicos que trataba de salir airosa de las más descabelladas situaciones: Laurel y Hardy, “el gordo y el flaco” que rebautizamos los países latinos. Ellos tuvieron imitadores pero nadie logró superarlos. La hilaridad que producían se basaba en la destrucción. Si un armario no cabe por la puerta, derriban la pared. Y además conservan la dignidad en las situaciones más desastrosas, como soplar la mota de polvo en la solapa mientras están prisioneros en un barril de pintura. Laurel y Hardy practican una comicidad lenta, diferente al ritmo frenético de las primeras comedias. Con ellos la destrucción va creciendo, de a poco van venciendo los obstáculos hasta quedar dueños de la situación. Sólo entonces se miran complacidos, y con una sonrisa de oreja a oreja se dan la mano rubricando el gesto con un movimiento de cabeza.
Por ese entonces había también aparecido un joven ingenuo con lentes de marco de carey y sombrero de paja, que basó su comicidad en la acrobacia. Siempre sus pies estaban a varios metros del suelo, saltando de trenes en marcha o colgando de altas ventanas, pero salvándose a último momento. Era Harold Lloyd. Y otro: W.C. Fields, “El gordito de la nariz hinchada”, que se rió de Norteamérica e hizo reír al mundo con él en manera que hoy se estudia. Incomparable y temible W.C. Fields. Un truhán, borracho, cínico, con modales de aristócrata arruinado, incisivo en la réplica. Se desayunaba con un jarro de “martini”. Murió en 1946, pero ya antes era una leyenda. Hoy hay Festivales W.C. Fields y tiene en su país imitadores por cientos, con su saco de fantasía, reloj con cadena que ceñía el abdomen, polainas, sombrero de copa, bastón y un eterno habano. Entrenado en el vaudeville sabía de todo: canto, baile, recitación, magia... Hay dos aspectos en sus comedias: lo más general e inmediato son sus caracterizaciones como figura del folklore norteamericano: un hombrecito con una reputación dudosa, no especialmente dotado, optimista, con vagos planes de trabajo, buscando a alguien a quién explotar o engañar. Nunca triunfa en nada y es conocido en todas las pequeñas ciudades, donde ha engañado a otras tantas viudas escapándose sin pagar de sus casas de pensión, prometiéndoles matrimonio, robándole sus joyas. Todo, con abundancia de libaciones y solemnidad de magnate de Wall Street. W.C. Fields, el hombre que actuaba, no era así en modo alguno. Pero este tipo de personaje le fascinaba. Tal vez porque él era un buen burgués honesto y tranquilo. Que se hacía el otro, el que vemos aún hoy en la pantalla: hostil y cínico. Desde la voz, esa voz nasal y de boca apretada -very british, indeed- con la que soltaba sus impertinencias, cuando los “gags” fueron suplantados por chistes dialogados y argumentados, entonces comienza el fin del silencio magnífico. Y aparecen los Hermanos Marx, cuya comicidad es más cerebral que desbordante hacer de situaciones.
Chico y Harpo Marx solían amenizar sus películas con interpretaciones musicales. El primero tocaba el piano y el otro arrancaba sentimentales melodías al arpa. El rostro de Harpo se transformaba, dejaba de ser el cómico pícaro e imprevisible para entregarse por entero a la música. Pero tan pronto dejaba de tocar ocurría lo inesperado: de su clásico abrigo, verdadero museo ambulante, sacaba un soplete encendido, lo aplicaba a un habano y fumaba plácidamente. En otro de sus filmes es un modesto vendedor de cacahuates. Con su carrito debía soportar la competencia del vecino que se dedicaba a la venta de limonada. Ambos se odian y esperan que el otro se retire para dejarle el mercado libre. Harpo con su dulzura atrae a los niños. El competidor se enfurece y sin poder resistir más cruza la calle y le vuelca el carro pisoteando su mercadería. Harpo, con su enorme boca en forma de “O” no atina a hacer nada. Deja pasar un rato, se sienta en la vereda, se quita los zapatos tranquilamente, después las calcetas y de un gran salto trepa sobre el cubo de limonada y se lava los pies en el refresco líquido ante la mirada atónita de los clientes, la impotencia de su rival y las carcajadas del público. Estos actos propios de los Hermanos Marx, los cómicos de lo inesperado, sirvieron de fuente de inspiración para artistas de otras disciplinas, como al director inglés Richard Lester, que tomó varias de sus situaciones para hacer “Help”, una de las cintas con The Beatles.
Años más tarde los norteamericanos dieron un vuelco hacia las comedias en tecnicolor, con argumentos ingenuos apoyados por canciones. A esa escuela pertenecen Bob Hope y Danny Kaye. Por su parte, el divertido Jerry Lewis se constituye en el muchacho un poco lerdo, de voz nasal y andar desgarbado, que jamás realiza las cosas en la forma debida, pero tiene un gran corazón para amar a una bella joven. También emplea en sus películas la destrucción, las caídas y las persecuciones. Y mientras hoy en Norteamérica está casi olvidado, los estudiosos del cine en Europa ven sus cintas con deleite. En Francia “Cahiers du Cinema” en más de una ocasión le ha dedicado unas páginas. Quizás si los franceses algún día también consideren que el último personaje cómico aportado por Norteamérica al cine, “Indiana Jones” (el actor Harrison Ford), sea digno de atención. “Indiana” es un arqueólogo con aspecto de galán , casi nunca sonríe, es un poco distraído y digno acreedor de las más inverosímiles y jocosas situaciones (como caer desde un avión en vuelo sobre una balsa y llegar a tierra sano y salvo, en “Los Cazadores del Arca Perdida”); siempre jugándose la vida por una buena causa, en acciones peligrosísimas pero que, por un cierto hado, jamás lo dañan. “Indiana” no es Chaplin ni mucho menos: el suyo es un humor intrascendente, inmediato, pero que tiene la rara virtud de surgir en un momento en que el cine había olvidado reír. Sí, es posible que Francia lo descubra.
Los franceses han sabido dar al cine una serie de personajes cómicos (aunque el cine galo queda en esta historia por su “nueva ola” y Brigitte Bardot). En el campo de la risa tienen motivos de más para estar orgullosos con el nombre de Max Lynder, el primer gran actor cómico del cine (y según Chaplin, uno de sus maestros). Era tal la celebridad de Max Lynder en 1913, que los distribuidores cinematográficos de México francamente vendían apoyándose en el nombre del artista. En agosto, por ejemplo, el empresario Jacobo Granat anunciaba de esta manera una película recién llegada del astro (a cuya publicidad aunaba a los aficionados a la fiesta brava): “Max Lynder Torero. Esta empresa ha adquirido en propiedad, siendo por lo tanto la única que la posee, la grandiosa vista cómica de este nombre. Su argumento, a grandes rasgos, es el siguiente: Max, el célebre artista tan admirado por las personas mayores como por los niños como el campeón del sport, se dedica al difícil arte de Cúchares y Lagartijo. Presenciaba cierta vez una corrida en Bayona y al admirar el brazo certero de Pastor, la incomparable muleta de Gaona, nace en él la idea de competir con las estrellas de la tauromaquía. Al efecto, dirígese a un establo y compra una vaca con su cría, para poder ejercitarse en las más difíciles artes del toreo. La Junta de Beneficencia de Barcelona, enterada de los rápidos progresos del simpático Max en tan peligroso arte, resuelve invitarlo a tomar parte en una corrida formal a beneficio de los pobres. Max Lynder, obsequiando los deseos de la H. Viste el traje de luces y pisa la arena acompañado de su cuadrilla. Principia la corrida y aquello fue el disloque; casi imposible sería al cronista relatar sus hazañas por el gran entusiasmo que provocó al colocar tres magníficos pares de banderillas. El público llega al delirio cuando agarra los trastos y dirigiéndose a la hermosa madrina, montura en mano, le dice así: “Por usted, niña hechicera, por las bellas que hay aquí, o mato bien esta fiera o ella me mata a mí.” Tira la montura y se dirige al toro, iniciando su faena de muleta con una serie de pases de todas marcas, tan hermosas como magistrales, terminando con un soberbio volapie que hace polvo a la fiera. La ovación es estruendosa, las músicas tocan diana, el ruedo se tapiza de sombreros, puros y dinero, y el público pide se le concedan ambas orejas como premio a su labor, siendo además conducido a su hotel en hombros. Tal es el triunfo de Max Linder como torero.” Lynder, a comienzos del siglo XX, interpretó la mayoría de las veces sus propios argumentos y creó su tipo: un personaje de aquellos tiempos, elegante, el típico “señorito” que anunciaba la belle epoque; cabellos de color ala de cuervo con la raya en medio, ojos negros y vivos, bigotito, sonrisa y dentadura brillante. Vestido como maniquí: saco de fantasía y pantalones de raya, zapatos de charol, guantes impecables, bastón de caña, sombrero de copa. Y la flor en el ojal. En sus películas de 10 a 15 minutos provocó la risa ligera, su interpretación era mesurada, nada de mímica forzada y gesticulaciones desordenadas. Pero sus obras, especialmente los largometrajes, fueron un fracaso de taquilla. Abrumado, se suicidó. Aún no había cumplido los 42 años. Ni sospechó que hacía arte. Hoy es objeto de culto.
Después de Lynder, el cine francés aportó a Bourvil, especialista en hacer el criado astuto de las comedias picarescas; a Fernandel, especie de monstruo sagrado de la comedia con toques de dramatismo patético; y a dos grandes actores y directores de obras poco frecuentes, como son Pierre Etaix, quien introdujo escenas fijas, cámara rápida y trucos acrobáticos impresos en “El Suspirante”. Junto a él está Jacques Tati, autor de “Las Vacaciones de Monsieur Hulot”, “Mi Tío” y otras cintas delirantes. Tati siempre aparece joven, casi juvenil. Su “Monsieur Hulot” es un personaje que busca hacernos sonreír, no estremecernos hasta la congestión con carcajadas. Su acto es elegante. Tiene un estilo. El estilo típicamente francés. El fue un maestro de “pequeños efectos”: Tati es un hombre de negocios con paraguas, sombrero hongo y un maletín; avanza por un interminable corredor subterráneo de un aeropuerto. Va solo. Llega al fondo. Trata de abrir su maletín. Lo abre. El ruido que hace es enorme, con ecos, desproporcionado. Eso es todo. Pero las relaciones ruido-imagen-soledad-aeropuerto, crean un resultado que es satírico y crítico, fino y de media sonrisa. Los franceses en su salsa.
Cruzando el Canal (que ahora se hace por tren subterráneo), los ingleses han preferido el diálogo y los juegos de palabras a los “gags”. Para ello aportan a Alex Guinness y David Niven, definitivamente incorporados a Hollywood. Y Peter Sellers, “el hombre de los mil rostros”, que también pasó a ser internacional. En Italia, donde los gestos dicen más que las palabras, destacó Totó, y también familias que aportaron su actuación personificando a campesinos o profesionales provincianos, como los Carotenutto y los De Filippo. Hombres y mujeres de sólidos y añejos principios que se ven enfrentados con una sonrisa a la vida moderna. Aunque con una visión ciertamente masculina de las cosas. Es cierto que en el mundo de la comedia cinematográfica no existe un equivalente femenino de Chaplin o Buster Keaton, ni una pareja de actrices equivalentes a Laurel y Hardy. Las damas quedaron en el papel de comparsas. Pero hubo una pionera: Mabel Normand. Fue la primera gran actriz cómica del cine norteamericano. Pertenecía al equipo de Mack Sennett y tuvo sus propias películas junto a “Tripitas” y a Chaplin. Después de ella no existió en el cine una actriz netamente cómica. Es probable que la galantería masculina haya sido el principal obstáculo: nadie se atrevía a reírse de una mujer y menos a ponerla en ridículo. No, al menos, en el cine (que no es el caso de la televisión, donde hay innumerables nombres, comenzando por Lucille Ball y Carol Burnett). Sin embargo, después del medio siglo es posible mencionar a la inglesa Margaret Rutherford, creadora del personaje cinematográfico de “Miss Marple”, de Agatha Christie, y protagonista de una jocosa escena en la última cinta de Chaplin: “La Condesa de Hong Kong”. También es posible mencionar en Estados Unidos a Doris Day, que realizó varias comedias livianas pero sin mayor trascendencia. Marilyn Monroe pudo llegar a ser una gran comediante, dejándonos algunas cintas como prueba, especialmente “Una Eva y Dos Adanes”. Otra es Shirley Mc Laine, una especie de Jerry Lewis con faldas, sólo que su versatilidad la ha llevado después a incursionar en el terreno dramático más que nada. Después de la década de 1970, también Barbra Streisand destaca, aunque no sólo ha logrado hacer reír, porque ella es mucho más que una actriz, sin embargo, se ubica con la más alta exponente del género hoy día. Barbra Streisand recuerda la época de los tortazos en pleno rostro, las persecuciones endiabladas, los autos desbocados, las carreras y los saltos acrobáticos.
ERASE UNA ESTRELLA A UNA NARIZ PEGADA...
Es posible que el enorme derroche de virtuosismo de Barbra Streisand no se hubiera notado si fuera tan solo una actriz, pero, además, posee una de las voces enormes del siglo XX. Es también una feminista inteligente que hace valer sus derechos sin ofender a los hombres, aunque sus actitudes y su éxito han logrado herir los más conspicuos egos hollywoodenses. Cuando, como un patito feo, asomó su inmensa nariz en el luminoso cielo de las estrellas, nadie le vio demasiadas posibilidades. Era una poco atractiva judía, con figura desgarbada que se movía torpemente. Por entonces, en la década de los sesenta, cuando ya era cantante admirada hasta en Japón, sus admiradores incluso dudaron de su supervivencia en Hollywood. Ahora, en los umbrales del siglo XXI, Barbra es número uno del cine y la música popular. Aunque no todas sus películas han sido acertadas, son suficientes. Esencialmente femenina, ella jamás ha hecho gran cuestión del asunto. Pero sus películas, y especialmente sus canciones, siempre han resaltado las habilidades y el buen criterio de la mujer, sin grandes retóricas ni publicitada militancia, se ha hecho símbolo de la libertad y fuerza que debe tener una estrella para mantenerse a su nivel. Para ninguna estrella del cine el camino es fácil, pero le es doblemente difícil si no es bonita, y Barbra no es una mujer de belleza clásica, ni mucho menos. Así, se ha impuesto finalmente como pudo, lo que le ganó comentarios pintorescos. William Wyler -que la dirigió en “Funny Girl”- declaró después de la filmación que todo lo que él indicaba con respecto al film era objetado por Barbra. La segunda parte -“Funny Lady”- hizo exclamar a su coestrella, James Caan: “Ella se apoderó de la película, y sacó mis mejores escenas con sus garras”. En “Nace una Estrella” el galán es Kris Kristofferson, que, una vez terminada la cinta, dijo: “La única manera de poder trabajar con ella era estando permanentemente bebido. Y así lo hice”. Neil Simon es aún más severo: “En la pantalla ha dicho ella que es intocable; fuera de la pantalla nadie quiere tocarle una pulgada.” Walter Matthau, su coestrella en “Hello, Dolly”, ha dicho: “Nunca hubo ningún desacuerdo entre Miss Streisand y yo. Ella pensaba... Y yo estaba de acuerdo.”
El reverso de la medalla está avalado por los miles de admiradores que tiene en todo el mundo (y que, al parecer, son, al final lo único que importa a Barbra), y también por la opinión de unos cuantos, como Louis Armstrong, que dijo alguna vez: “Siempre he cantado. Canté a los muertos en los funerales y en las iglesias canté a los vivos en todas sus actitudes. Mi mayor placer en la vida consiste en frasear espontáneamente alrededor de una canción. Si los contrincantes poseen talento me siguen. Después de mi querida Ella Fitzgerald, nunca tropecé con un talento musical ni una voz más peculiar que la de Barbra Streisand. Nuestro “Hello, Dolly” me parece fenomenal. Ella es magnífica. Barbra me fascina.”
“Hello, Dolly”, 1969, cierra el ciclo de comedias musicales de alto costo filmadas en los primeros 100 años del Séptimo Arte. La trama fue tomada de “La Casamentera” de Thornton Wilder. Y levantó fuertes polémicas. En América Latina se la promocionó como “una explosión de cenicientos” por la historia personal de los intérpretes: Louis Armstrong nació en la calle y fue criado en un orfanatorio de Nueva Orleans, donde vivió hasta los catorce años. La propia Barbra nació en las barriadas de Brooklyn, en el seno de una familia de inmigrantes judíos empobrecidos; no tuvo más educación formal que la que recibió en su propia casa y en la escuela dominical de su iglesia. Ejercitó su voz imitando a los grandes artistas negros, en especial a Mahalia Jackson, y desde siempre se mostró individual; sus hermanos, cuando llegaban a salir a la calle con ella, la obligaban a caminar atrás un paso, por vergüenza a los vestidos y extravagantes sombreros que usaba Barbra entonces. El director de “Hello, Dolly”, Gene Kelly, no presenta un curriculum más fino. El que fuera bailarín de tantos musicales clásicos (como “Un Americano en París”) ha declarado: “Nuestra “Hello, Dolly” resulta el encuentro en la cima de no menos de una docena de personalidades del espectáculo que surgimos desde abajo. Este musical de varios millones lo hicimos personas que nacimos sin un peso.” La actuación misma de Barbra difiere fundamentalmente de las 12 o más versiones sobre el mismo guión teatral que se han sucedido en Broadway; también encarna a la heroína desde un ángulo distinto a como la hicieron sus antecesores en el cine: Carol Channing, Dorothy Lamour, Mary Martin, Ginger Rogers y otras. Declaró Barbra: “Animar a una viuda madura y aficionada a arreglar entuertos sentimentales ajenos me pareció al comienzo un absurdo. Después pensé que con mis agitadas experiencias amorosas yo no tenía nada que envidiarle a una ex casada cuarentona del 1900. Arremetí y resultó.”
Lo que para Barbra “resultó”, sin embargo, no pareció tan evidente al crítico de “L’Express”, que, en enero de 1970, escribió: “La comedia musical clásica murió. El cine no puede revivirla, ni siquiera un esfuerzo de titanes como el que hizo posible “Hello, Dolly”. El talento de la Streisand, el lujo de los escenarios, la movilización de masas (22 mil extras), las exuberancias de vestuarios (mil doscientas tenidas femeninas diseñadas por Irene Sharaff, propietaria de doce Oscares de la Academia) o los milagros del maquillaje (122 expertos para “hacer rostros”) no bastan para lograr una obra maestra de un estilo. “Hello, Dolly” es un milagro visual y auditivo. Como vivencia, fracasa. Canta, exalta la imaginación estética, pero no habla al corazón de los espectadores. Estos quedan fríos”. En esa misma época, el crítico de “Time” escribe: “Somos el país número uno de la violencia, de la lucha generacional, del inconformismo universitario y de la inoperancia diplomática internacional. También somos el país número uno en producir comedias musicales. “Hello, Dolly” ilustra la pretensión”.
De una u otra manera, la película que permitió ubicar definitivamente a Barbra Streisand enseñó que, a pesar de la época violenta que vivía entonces el mundo, Hollywood aún luchaba por mantener su función primordial: entretener. Es cierto (y esto no lo podían saber los críticos de entonces) que el cine raramente volvería a entregar fastuosidad, y quizás si la economía mundial permita alguna vez tal derroche, así sea para el noble fin de hacer reír al público. Lo cierto es que el fin de los profesionales de la risa no es otro que hacer la felicidad de la gente, precipitándola en carcajadas que se suceden hasta las lágrimas, debido a que le exhiben sus desgracias, sus calamidades; no pueden sobrevivir en un mundo que les excede en todo. Golpes y golpes. Optimistas siempre. Se cayó la lámpara. El piano rueda escaleras abajo. La cañería de agua se rompe en tres partes. Sale el agua por la cocina. Explota el califont. Los confunden con médicos y comienzan a operar. Huyen, invaden la fiesta, un funeral. Detrás de todos los cómicos anda la policía. Sufren. Deliberan. Comienzan siempre de nuevo. Los solitarios (Chaplin, W.C.Fields, Keaton, Tati, Barbra) o los que trabajan en grupo (los Tres Chiflados, los Hermanos Marx, Laurel y Hardy) son iguales en algo: tienen fe en la vida. Algún día harán algo bien hecho. Es posible que entonces la gente no se ría más.
DON MARIO MORENO "CANTINFLAS".
Latinoamérica siempre supo reír, y aporta al Séptimo Arte uno de los cómicos más singulares: "Cantinflas", un personaje válido y eficaz, una especie de Don Quijote que se identifica con el pueblo y que tiene rasgos ingenuos y maliciosos a la vez, de una malicia muy nuestra y sin embargo universal. Ha creado un lenguaje, con el cual trata de esconder su ignorancia. Lo mejor de sus películas -se dice en Hollywood- es él mismo, su mirada pícara, sus cejas que se alzan y bajan mientras la boca se aprieta, y los salerosos bailes que practica, auténticas piezas maestras de la danza cómica. Una frase de Mario Moreno "Cantinflas" nos quedó en la mente cuando lo conocimos en la Ciudad de México:
"Desearía que un niño al nacer lo hiciera con una carcajada"
¿Por qué "Cantinflas" hace reír al público?. ¿Es cosa del arte del bufo Mario Moreno?. ¿Cuál es su originalidad? ¿Dónde está el detalle?. Nos dice: "Yo nunca digo cosas que escribió un autor, digo lo que se me ocurre, voy improvisando. Y eso le hace gracia al público. Hablo solamente apoyado en mi buena estrella".
Y se lanza a hablar en una forma casual que con el tiempo la magna Academia de la lengua española bautiza como "hablar cantinflesco", que es su expresión de palabras mal organizadas que en realidad no dicen nada, pero hacen reír:
"Mire mi joven, uno llega y ¿para qué? pues mejor no, y a lo mejor, pos ya estuvo y no hay para qué si al fin que, qué, mejor ni le digo, pero ahí está el detalle. Bueno, mi joven pase una "sura" (moneda) pa´l pulmón (pulque)..."
Así habla en el cine, pero en la vida real conversar con este actor cómico resulta muy serio. Cuando una cita es para las 10:30 y se llega a las 10:30, y el entrevistado está listo para recibirte de inmediato, hay algo que huele bien. Cuando se me avisó que debía entrevistarlo, me preparé para hablar con "Cantinflas" y me recibe un señor muy formal llamado Mario Moreno que es exactamente igual a "Cantinflas". Físicamente idéntico a como lo vemos en el cine cuando va de cuello y corbata. Se ve sin edad definida, y está detrás de un inmenso, enorme escritorio de caoba, muy barnizado, antiguo, finísimo. La amplia oficina está llena de pequeños detalles únicos: veo una planta en flor, cuadros de Tamayo, Siqueiros, un pequeño Dalí. Las cortinas están cerradas y la luz artificial es más bien baja. Temía que hablara mucho sin decir nada, como en sus películas. Pero no fue así, "Cantinflas" sólo existe en la ficción, pues Mario Moreno no tiene nada que ver con su personaje. Pienso, sin embargo, que este señor llamado Mario Moreno es "Cantinflas", y que "Cantinflas" no sería nadie sin Mario Moreno, quien, a su vez, no sería alguien sin "Cantinflas". Esta es la cuestión. Le pregunto dónde está el punto de contacto, o de descontacto, que aquí es lo mismo, entre Mario Moreno y "Cantinflas", y responde uno de los dos, o los dos o uno que los contiene a ambos, no lo sé. El mismo decide:
-Lo cierto es que el más fuerte es Mario Moreno, o estaría perdido: se lo comería Cantinflas.
-¿Discuten ambos?
-Muy seguido. Discutimos frecuentemente.
-¿De qué discuten?
-Discusiones que uno tiene con uno. A veces le digo: "Ahora entras tú", cuando considero que debe entrar. Y entra bien. Cuando considero que debe quedarse bien quietecito, pues se queda bien quietecito.
-¿En qué basa su relación con Cantinflas?
-Precisamente en la discusión, siempre hemos discutido.
-¿Las discusiones que mantenían en sus principios son diferentes de las que tienen ahora?
-Sí, porque ambos hemos crecido. En un principio discutíamos acerca de su proyección, por ejemplo, pero luego no fue necesario.
-¿Cómo se proyectó Cantinflas?
-Ambos creemos que es un problema terrible la deshumanización del mundo. Entonces, la proyección de Cantinflas más que social se hizo humana. Convenimos en hacer algo para que el mundo se componga un poco; se puede hacer no mucho desgraciadamente, pero lo poco que podemos hacer, lo hemos hecho.
-¿Haciendo reír?
-Así es. La esencia del universo es la alegría, la buena disposición, lo positivo. El buen humor no tiene sistemas ni técnicas, es una sensibilidad humana que expresa un momento apropiado. Y si el mundo aprendiera a usar más esta sensibilidad, creo que todo sería mejor. Yo desearía que un niño al nacer lo hiciera con una carcajada en vez de un llanto.
-¿Cantinflas nació emitiendo una carcajada?
-Y en el mismo instante en que nací yo. Después Mario Moreno y Cantinflas se fueron dando forma, uno al otro.
-¿Cómo creció Cantinflas?
-Como un tipo muy sincero, que desea ayudar a todo el mundo, especialmente a aquellos que necesitan ayuda, porque es alguien que piensa en los demás antes que en él.
-¿Es libre Cantinflas?
-Eso sí. Tiene la libertad para rebatirme y decirme lo que quiera y, cuando tiene la razón, puede estar seguro que gana, porque es un tipo que siempre pelea con la razón.
-¿Es actual?
-Sin duda. Cantinflas vive de acuerdo a como vive el mundo, funciona como funciona el mundo. Por eso, si bien es parte del pueblo mexicano, además es parte de todos nuestros pueblos. Cantinflas está incorporado a la gente, sufre con su público y, sobre todo, ríe con su público, intemporalmente.
-¿Cómo se le ocurrió crear a Cantinflas?
-Nació como todas las ideas nacen. Es una cosa muy simple y muy complicada. Le puedo decir que nació pensando que es tan injusta esta vida que decidió también pensar en la justicia.
-¿Cómo fueron sus inicios?
-Lo puse a trabajar en unos salones-carpas, que eran unos teatros muy pobres, pero que el pueblo amaba; allí se inició el primer contacto de este tipo con la gente. Estos teatros portátiles, de barrio, fueron su escuela. Yo tengo estudios básicos, estuve en la primaria, luego algunos años en la secundaria, y a trabajar. No tuve posibilidades ni tiempo de seguir estudiando. O sea que lo que sabemos lo fuimos aprendiendo en la vida misma, que es la escuela más efectiva. Entonces, Cantinflas comenzó trabajando en una carpa.
El modesto espacio teatral conocido como Carpa, si bien no es privativo de México, pues se extendió como fenómeno casi paralelamente en toda América, es en México donde más se popularizó. El cronista del teatro popular mexicano Luis Ortega, nos dice al respecto:
-El fenómeno de las carpas como ámbito de la diversión popular está muy ligado al acontecer social del pueblo. Hay quienes derivan la carpa del Mester de Juglaría medieval, otros encuentran sus raíces en los Misterios cristianos que importaron los misioneros españoles. Nosotros aceptamos esas autorizadas opiniones, pero creemos que las raíces de la carpa están en la serie de acontecimientos que derivaron de la Revolución mexicana.
-¿Cómo se explica este origen?
-Recordando que a principios del siglo (XX), el pueblo de México, sobre todo el provinciano, no tenía espectáculo propio. El teatro era privilegio de las clases altas, y los géneros que se cultivaban no tenían arraigo popular. La ópera, la zarzuela, la comedia...plantean asuntos que nada tenían que ver con el sentir y el vivir populares, eran en idiomas extranjeros, era caro.
"Y vino la Revolución de 1910. Estos teatros cerraron sus puertas y los circos perdieron a sus animales, porque no tenían para mantenerlos. El cine mudo no alcanzó a extenderse popularmente, y las primeras películas eran habladas en inglés con títulos en español, pero el pueblo no las aceptó porque no sabía leer, o sea, no había una verdadera diversión popular; entonces el pueblo creó su espectáculo, proliferando esos teatritos que, como los circos pobres, encontraban asiento en cualquier lote baldío de los que había muchos por la remodelación de la ciudad luego de la Revolución.
-¿Cómo eran las carpas teatrales?
-Empezaron con toldo de lona y muros hechos con tablas procedentes de las demoliciones. Fueron famosas carpas como "Mayab", "Ofelia", "Procopio", "Maravillas", "El liriquito", "El salón París"...que antecedieron a los primeros teatros de revistas, como el "Colonial" y "Río", que luego como idea se extendieron a todo el continente. El teatro salón "Noris" fue la primera carpa elegante, con butacas, palcos y plateas, así como diferentes formas de alumbrado. Las bancas de las carpas se hacían de tiras de madera, muy resistentes; cabían de diez a doce personas por banca, pero con buena voluntad cabían hasta catorce. Al frente, junto a la entrada, antes de comenzar la función se ponían los músicos con trompetas y timbales muy estridentes para llamar la atención del transeúnte, y tres o cuatro gritones anunciando el espectáculo.
-¿Cómo era los espectáculos que se presentaban?
-Diría que todos se inspiraban en las vivencias cotidianas del pueblo, lo que acontecía a personajes de la época, políticos, artistas famosos, la música que estaba de moda. Eran infaltables los intérpretes de canciones como "La Adelita" y "La cucaracha", que todo el pueblo cantaba; nunca faltaba alguien que cantaba tangos y boleros. La fina ironía del pueblo se asoció con el ventrílocuo, el malabarista, el declamador y la vedette, las infaltables chicas más bellas que era posible encontrar. Todos crearon su espectáculo bajo el toldo de lona circense, del cual la carpa tomó su nombre. En el escenario, el maestro de ceremonias se hizo declamador, la vedette aprendió a cantar y los cantantes aprendieron a actuar, todos bailaban...
-¿El payaso del circo siguió su rutina en la carpa?
-En un principio sin cambio. Yo recuerdo haber visto actuar a Cantinflas en sus comienzos con la cara enharinada, pintado como un payaso típico de circo, luego se quitó esa máscara y se hizo cómico con el rostro descubierto, cambió su ropa de payaso, ropa de seda, por ropa corriente y marcó un precedente.
-¿Eran importantes los cómicos en la carpa?
-Era decisiva para el éxito o fracaso de la función. Así coo el payaso era el alma del circo, el cómico se volvió el imán que atrajo al pueblo para oír, de labios de alguien igual a él, las bromas cáusticas con que criticaba a la sociedad que detentaba el poder.
"No queremos ni podemos hacer historia en una entrevista -termina diciéndonos el cronista Ortega-, no es el caso, pero si algún antepasado tienen los cómicos nacidos en la carpa, habría que remontarse al "Negrito Poeta", al "Periquillo Sarmiento" y a "Pito Pérez", sin olvidar a José María Aycardo, aquél payaso mexicano que fustigaba a la sociedad hace más de un siglo, y de él habría que llegar, entre otros, hasta Cantinflas, el más alto cómico surgido de los teatros de carpa, estos teatros portátiles que seguirán vivos mientras un artista trabaje para el pueblo, bajo el cobijo de un toldo de lona... Entonces, Cantinflas es un cómico salido del pueblo mexicano y ubicado sin más incentivo que su propia audacia y sueños en un tablado carperil."
Mario Moreno nació en 1911, y antes de hacerse actor cómico fue boxeador, cantante de tangos, bailarín, mesero y soldado. Se decidió por la actuación, y eligió bien porque llegaría a ser uno de los artistas más famosos surgidos de México. Pero, ¿cómo fueron sus primeras actuaciones? Testigo presencial fue el músico Alberto Marín del Real, nacido en 1903, quien nos dice que su vida entera ha girado alrededor de "ese mundo mágico del teatro popular". Hoy retirado, escribe sus memorias, en las cuales recuerda a Cantinflas y cómo lo veían en sus inicios quienes actuaban en los mismos espectáculos que él. Nos dice:
-Cantinflas comenzó a hacerse popular a finales de 1920, o comienzos de 1930; el pueblo lo aceptó casi de inmediato. Yo recuerdo haberlo visto por primera vez actuando con la cara pintada de negro, interpretando el "Charleston negro": bailaba aceptablemente. Más tarde en otra carpa lo vi bailando "tap", cruzamos algunas palabras y me di cuenta que era casi un niño, aunque nada de tímido. Luego nos cruzaríamos constantemente, porque en este ambiente todo el mundo se unía en un elenco alguna vez. Yo toqué mi guitarra varias veces en elencos donde él iba.
-¿Usted vio, entonces, la evolución de Cantinflas?
-Todos lo percibimos. De repente, él cambió de personalidad. En la carpa "Rosete", allá por San Antonio Tomatlán, actuaba en un sketch junto a la "Yoly-Yoly", una vedette muy popular en la época. Ella lo ayudó mucho, le enseñó a maquillarse e hizo que Cantinflas usara los pantalones a punto de caer, la camiseta de tres botones y el sombrerito clásico de peladito de barriada, o sea, al estilo "Chupamirto", que era una tira cómica creada por José de Jesús Acorta en el diario "El Universal". De ahí viene el aspecto físico de Cantinflas, de un personaje del periódico, con pañuelo al cuello como usan los campesinos mexicanos y con un chaleco, al que Mario llamaba "la gabardina". Era muy gracioso como se vistió, dando forma a su personaje.
-¿Cómo era fuera de escena?
-Era inquieto, siempre estaba en movimiento. Nos caía simpático, porque, al igual que su personaje, hablaba y hablaba y no siempre se entendía lo que estaba diciendo. Creo que tenía muchos hermanos, como quince, y su padre era empleado de Correos: la necesidad lo incentivó mucho.
-¿El dejó luego de bailar?
-No, casi todos los actores debían bailar siempre, porque casi todas las carpas eran también salones de baile, y ellos debían ayudarse así; a nosotros, en cambio, nunca nos obligaban a otra cosa; los músicos siempre teníamos nuestro trabajo, incluso en los mismos cines, entre funciones, había bailable por el mismo precio de la entrada; ya habían comenzado a entrar las primeras películas de Hollywood, y espontáneamente nacieron los primeros "dancings", que amenizaban orquestas como los Tacos Posada y sus Melódicos: yo trabajé con ellos un tiempo, y con los Five Happy Devils; también fueron famosos los del Escuadrón del Ritmo; Las Danzoneras; Concha y sus cometas; Babuco y Balderas, en fin, muchos grupos de los cuales hablo en mis "Memorias". Los bailes de entonces eran el danzón, el fox, el tango, el blues, el paso doble y el vals, y el mejor lugar era el "Salón México", que se hizo legendario.
-¿Cuándo recuerda a Cantinflas actuando con éxito?
-En la carpa "Valentina", que estaba en Tacuba. Ese salón, como ya se llamaba a las carpas más acondicionadas, tenían un buen elenco. Yo trabajaba en un grupo musical con Marcelo Chávez, el hermano de "Tin-Tán". La estrella era Valentina Zubareff, y Cantinflas la acompañaba en un sketch; luego se casaron. Allí también Cantinflas hacía un dúo con el artista excéntrico Schilinsky: hacían los consabidos números de boxeo estilo circo con esos guantes planos, se cacheteaban y el público reía a carcajadas cuando Cantinflas se tambaleaba al recibir el cachetazo del fortachón Schilinsky; luego bailaban "tap" y cantaban acompañados de sendas guitarras, pero nunca fue un cantante o un músico, en verdad era más bien todo en broma.
-¿Qué otra rutina recuerda que hacía Cantinflas?
-Eran muy exitosas en ese tiempo algunas películas como "Drácula", "El hombre invisible", "Frankestein"... y Cantinflas y Schilinsky hacían parodias de todas ellas, con Valentina de heroína. Luego pasaron a trabajar a la "Salón Rojo", que era la carpa más popular: estaba en Santa María la Redonda esquina Pedro Moreno, y la estrella era Celia Tejeda, que fue una artista muy famosa en México. Allí Cantinflas y su elenco acabaron con el cuadro. Fue como si el público los hubiese estado esperando. Fue evidente que era algo más y llegó a ser el número uno."
Por Marín del Real llego a conversar con Celia Tejeda, una de las artistas que llenó sola toda una época del teatro popular mexicano. La llamada "reina de las carpas" en la actualidad, ya mayor, vive alejada de los escenarios, "pero no de la vida", dice riendo al comenzar esta conversación:
-Yo recuerdo muy bien cuando comenzó Cantinflas, y él sabe que colaboré en sus primeros triunfos, porque hice papeles en sus sketchs cuando él no era quien es y yo ya era Celia Tejeda.
-¿A qué atribuye el éxito de Cantinflas?
-A su capacidad de no dejar pasar las oportunidades. Mire, yo en un momento de mi carrera llegué a ubicarme junto a Lolita (Dolores) del Río y a Lupe Vélez; y de las tres, a quien más quería el pueblo era a mí. Pero no aproveché mi momento, y no me importa, porque sé que quien toque la historia del Teatro de revistas me tocará a mi.
-¿Cuándo actuó por primera vez junto a Cantinflas?
-En el "Salón Rojo", que en su momento era la mejor de las carpas. Yo encabezaba el elenco, que también formaban Guillermo Bravo Sosa, Lupe "la criolla", Gloria Marín y su hermana Lilí, Claudio Estrada y Mario del Valle, Meche y Carmen Barba...el cómico era Armando Soto "Chicotito". Era un elenco extraordinario en la época y la carpa estaba a reventar desde las cinco de la tarde hasta la última función, que era a la una de la mañana. Pero "Chicotito" se enfermó, y Pepe Rivero, que era el empresario, tuvo que contratar a otro cómico, y llevó a Cantinflas que, con su mujer Valentina y otros artistas, pasó a engrosar el elenco. Fue un éxito. Creo que antes del "Salón Rojo" Mario actuaba como "Cantinflitas", entonces pasó a ser "Cantinflas".
-¿Cómo eran los espectáculos que presentaban?
-Fue muy exitosa una serie de parodias que hacíamos de películas de éxito, según ideas que se le ocurrían a Mario, quien tomaba la trama de las primeras películas sonoras, que comenzaban a ser un éxito inusitado, y a partir de allí inventaba las escenas que actuábamos. Le hablo de hace mucho tiempo, piense que era la novedad el gas neón para anunciar las marquesinas. La primera artista mexicana en ver su nombre en gas neón fui yo, y más tarde Cantinflas. Luego del "Salón Rojo" hicimos varias temporadas en la carpa "Mayab", que fue del mismo empresario...época grandiosa.
-¿Fue luego de la Revolución de 1910?
-Inmediatamente después, y se mantuvo unas tres décadas, por eso algunos explican el Teatro de revistas como una consecuencia de la Revolución, en que el público quería olvidar la tragedia que vivió cada hogar mexicano, porque a todos, de una u otra manera, nos afectó la violencia que se desató entonces.
-¿Usted está de acuerdo en ubicar al Teatro de revistas como una consecuencia de la Revolución?
-Por supuesto. Recuerdo que San Juan de Letrán había sido escenario de hechos sangrientos. Yo era una niña, pero sabía que hechos sangrientos habían ocurrido en las calles, y principalmente en San Juan de Letrán, pues era algo así como la calle principal del México de entonces; allí se libraron batallas, en sus calles aledañas y plazuelas hubo cadáveres, la sangre manchó todo, un horror, los soldados acampaban ahí mismo, y cuando terminó la Revolución todos estaban hartos de matanzas, deseosos de la paz, y allí, en el mismo escenario que antes fue campo de batalla, nacieron las primeras carpas. Y se mantuvieron muchos años; yo me inicié en las carpas de San Juan de Letrán. Recuerdo que cuando se amplió la calle para llegar a ser la Avenida que hoy es, vinieron los derrumbes de muchas casonas y vecindades, y en los predios vacíos se instalaron las carpas formalmente constituidas, como la "Colonial", en cuyo espacio luego se construyó el teatro que luego sería el mejor de entonces. Esa arteria era un hervidero de gente, y de allí las carpas se extendieron a todos los barrios, pero comenzaron en San Juan de Letrán, en sus calles y plazuelas, que sirvieron de escenario para los pioneros, que éramos puros artistas mexicanos. Se había inaugurado hacía poco el cine "Alameda" y era una locura; surgieron muchas otras salas; era una época de recuperación económica. Gobernaba el general Lázaro Cárdenas y el pueblo tomó mucha fuerza.
-¿Cómo continuó su trabajo junto a Cantinflas?
-El se hacía cada vez más famoso, y llegó un momento en que fuimos las máximas estrellas del pueblo; usted puede consultar los archivos de la época, los programas, los carteles en que nos anunciaban. Actuábamos con público hasta los topes. Luego surgió una gran competencia entre los empresarios, que hacían lo imposible por superar los espectáculos que presentaban. Nosotros pasamos todo el elenco a actuar a "La Principal", con ambos encabezando el elenco, y luego pasamos a la carpa "Ofelia", que estaba en el mismo sitio que hoy ocupa el Teatro Blanquita, y frente al "Salón México", que era un locura: siempre estaba repleto de público.
-¿Qué actos presentaban entonces?
-Habíamos inventado un sketch genial inspirado en "El hombre invisible", que era la película de moda. Fue tan exitoso que durante mucho tiempo lo mantuvimos en cartelera, como no se había visto hasta entonces; el público, cada vez que queríamos presentar otra cosa, nos pedía a gritos que hiciéramos "El hombre invisible", donde Cantinflas estaba muy divertido. De ahí en adelante él se hizo una estrella, que confirmó luego en el cine."
En ese tiempo también Mario Moreno inicia otro aspecto de su carrera que lo ha singularizado: la energía decidida que ha puesto en su labor gremialista en favor del trabajo artístico. A propósito de esto converso con Carlos Santander, uno de los primeros representantes de artistas que se instaló formalmente en la calle de Ayuntamiento, donde hasta hoy subsiste esta rama tan importante del medio. Hoy retirado, Santander recuerda a Cantinflas como "uno de los pocos artistas famosos que nunca se negó para actuar en obras a beneficio de sus compañeros". Nos dice:
-Mario Moreno ha sido siempre un gran luchador por los derechos de los artistas de variedades. En una época en que ser artista era casi un estigma, personalidades como él y Jorge Negrete, idearon formar un grupo que respaldara a los carperos, así nació la Unión de Artistas de Variedades y Similares. Años más tarde se unieron con la Sociedad de Actores y así se formó la Asociación Nacional de Actores (ANDA), que cobraría una fuerza gremial inusitada, y que se mantiene hasta ahora luchando por el bienestar de todos los artistas mexicanos.
-¿En qué años sucedía esto?
-Diría que fue a finales de los años treinta. Cantinflas encabezaba el elenco del "Follies Bergere", que antes era la carpa "Molino Verde" y luego el Teatro Garibaldi. Cantinflas pasó de la carpa al teatro, y fue famoso un gesto suyo: su primer sueldo de estrella salió a repartirlo en la calle entre los boleros (lustrabotas) y voceadores de diarios capitalinos, ¡qué tiempos!
-¿Cómo actuaba Cantinflas cuando ya era famoso?
-Recuerdo una ocasión muy especial en el "Follies"; al parecer él había tenido divergencias con Pepe Furstemberg, que era el empresario de ese teatro, y se había retirado del elenco, pero el público dejó de asistir y debieron volver a contratarlo de acuerdo a sus exigencias. Cuando se anunció que volvía, la sala se llenó a reventar, y cuando Mario salió a escena, el público se volvió un solo griterío, nunca antes se había oído un aplauso tan estruendoso. Entonces Cantinflas se paró en seco en medio del escenario, se veía muy impresionado por el recibimiento que le daba el pueblo, y parecía que iba a llorar, pero no, de repente exclamó: "¡Ay mamacita!", y la gente soltó la carcajada, y así estuvo el público durante toda la función: entre risas y aplausos constantes ante cada cosa que decía. Ya era un ídolo indiscutible.
-¿Había comenzado a hacer cine?
-Sí, pero en papeles secundarios hasta entonces. Luego del "Follies" hizo su primer estelar: "Ahí está el detalle", con Joaquín Pardavé, Sofía Alvarez y Sara García. Yo creo que ésta es la mejor de todas sus películas, porque es más Cantinflas mismo."
El empresario Santander recuerda que como torero cómico, Cantinflas "fue el mejor. Fue todo un matador de novillos, y sólo él sabe cuántas orejas y rabos cortó". Se explica el éxito del bufo diciendo que "nació con Angel", y considera que luego del artista "el trono que el pueblo le levantó en su corazón será muy difícil de ocupar". Explica el amor del pueblo hacia Cantinflas "porque la gente se identificó con él. Es la razón también del éxito inmenso que tuvieron las carpas, que son un fenómeno mexicano y llenan la época más rica de nuestro teatro popular. En ese tiempo el fonógrafo era muy caro y la radio estaba en pañales, el cine en castellano era incipiente y la televisión ni se imaginaba, por eso el pueblo materialmente asaltó las carpas. Era un espectáculo barato, estaba en el barrio, en todas partes, y se convirtió en algo grandiosos para el pueblo, quien agradeció levantando a humildes artistas de variedades en grandes estrellas. Y el amor del pueblo se extendería más allá, porque los mismos que conformaron el público carpero serían los espectadores de la época de oro del cine mexicano, que se extendió a toda América, época en que Cantinflas ocupó un lugar único".
La carrera cinematográfica de Mario Moreno incluye más de setenta películas. Los críticos están de acuerdo en que los guiones no siempre estuvieron a su altura. se nota esto principalmente en su época hollywoodense, por ejemplo en la cinta "Pepe", en que fugazmente lo acompañan, entre otros, artistas como Jack Lemmon, Debbie Reynolds, Sammy Davis Jr., Kim Novack, Maurice Chevalier, Edward G. Robinson, Tony Curtis, Janet Leigh, Dean Martin y Frank Sinatra. Su coestrella es Shirley Jones en su mejor momento. Un reparto así supone un éxito asegurado. Pero no. En todo momento se nota a Cantinflas limitado por el texto, y esto es explicable luego de conocer que su éxito reside en la espontaneidad: quien ve la cinta fácilmente lo percibe. Se nota en "Pepe" que Cantinflas es mucho más cómico que ese personaje que lucha por hacer reír apoyado en un parlamento poco ingenioso. Su cinta más espectacular fue "La vuelta al mundo en ochenta días", al encabezar un reparto que incluyó otra constelación de artistas célebres: Shirley MacLaine, Charles Boyer, Marlene Dietrich, Trevord Howard, Buster Keaton y Frank Sinatra. A Cantinflas le pagaron 200.000 dólares, un sueldo fabuloso en la época para un actor latino, además de cierto porcentaje en las ganancias generadas en taquilla. En contraposición a las débiles historias que se tomaron para sus otras películas, "La vuelta al mundo en ochenta días" está basada en la novela homónima de Julio Verne, y trata de un inglés excéntrico llamado "Elías Fogg" (que interpreta David Niven), quien, en compañía de su criado "Passepartout" (Cantinflas), viaja velozmente alrededor del planeta para ganar una apuesta. El artista mexicano aquí actúa con gracia insuperable y la película fue un suceso.
De esa época, Mario Moreno recuerda la enorme energía que desplegó el director Mike Todd:
-Nunca he visto cosa parecida. Andaba siempre muy atareado y nervioso. Cuando filmamos en Durango, Todd me despertaba a las 6:00 a.m., hora muy inconveniente, para que lo llevara en mi avión a Los Angeles. Por cierto yo accedía, resignado a ir en la carlinga con los ojos muy abiertos mientras Todd dormía todo el viaje...trabajar con él me hizo penosamente feliz.
-¿Qué le parece el cine actual?
-Desbocado. No aporta mucho a la humanidad. Pienso que todas las artes deben ser planeadas para proyectar lo bueno del mundo y de las personas, sin que por ello olvide que siempre hay el revés de las cosas, lo negativo, pero que según el tratamiento que se le de, será su mensaje. Es lo que he intentado con Cantinflas: insinuar siempre un poco de bondad.
-Usted ha sido reconocido en diversas oportunidades por su trabajo humanitario, ¿qué podría decir al respecto?
-Pienso que el humanismo está íntimamente unido a la evolución de las personas, a la superación del ser humano. Y la razón de mi vida ha sido la superación. Si hubiera elegido ser carpintero, sería un buen carpintero; si hubiera sido electricista, sería ahora un muy buen electricista. Siempre creí que la superación del oficio está ligada a la superación del ser entero. Cuando empecé a trabajar en el espectáculo, dije: "pues, me gusta", y aquí estoy, o sea, todo lo que se haga por ser mejor, está bien hecho.
-¿Teme usted a la muerte?
-Nunca. Creo que la muerte es parte de la vida. A mí me gustaría morir en el momento correcto en que debe morirse la gente, sin que signifique sufrimiento para nadie; por lo menos me gustaría que nadie sufriera porque yo me muero ni que sufriera yo mismo por morir, es lo único.
-Quisiera terminar con su opinión sobre lo que ha significado el buen humor, la risa, en su propia vida.
-La risa ha sido en mi vida lo que el pesimismo fue para Charles Chaplin. Tuve el agrado de conocerlo por una invitación que me hizo luego que vio una de las cintas de Cantinflas. Ese vagabundo de New York, que él proyectó con tanto talento, a mí me pareció digno de admiración, pero somos diferentes. Chaplin se expresa con la tristeza y Cantinflas se expresa con la alegría. Oye, por la noche tenemos una fiesta, algunos amigos se han juntado para celebrar algo, ¿quieres venir?
-Sí señor, gracias."
Hoy cuando redacto La Sala Oscura, que suma también tantos recuerdos personales, Mario Moreno "Cantinflas" se ha devuelto a la distancia. Fue generoso conmigo en su amistad. Varias veces fui invitado por él en reuniones que hice amigos que hasta hoy mantengo, como la cantante chilena Monna Bell, la actriz argentina Rosita Quintana, y artistas mexicanos que me han honrado con su amistad como Lola Bertrán, Mauricio Garcés, Lucha Villa, María Victoria, Pilar Pellicer (la mejor "Susana San Juan" de la obra "Pedro Páramo" de Juan Rulfo llevada al cine)... la última vez que vi a "Cantinflas" fue durante una entrega de premios en que fui enviado a recibir una presea a nombre de VOGUE. Me acompañaba la actriz Angélica Aragón, con quien recordaríamos años después que esa noche Mario Moreno era "Cantinflas" y "Cantinflas" era Mario Moreno; era él mismo reflejado en un espejo, parecía que finalmente había llegado a su centro. Vaya esta imagen grata de su presencia en recuerdo del más alto bufo de la cinematografía latinoamericana.
© Waldemar Verdugo Fuentes.
10) BLANCO Y NEGRO, CUANDO EL CINE QUIZO CAMBIAR DE RUTA.
Por Waldemar Verdugo.
-La colorización como acto de vandalismo cultural.
-Los procesos para acabar con el blanco y negro.
-El conflictivo color de la raza.
-El alegre desorden hollywoodense.
-El erotismo hace su entrada triunfal.
-La tragedia de Sharon Tate vista por María Romero.
-Valentino, Lupe Vélez y María Montez: caídos.
-El Porno, la nueva derecha y la nueva izquierda.
-La Asociación de Actrices en Defensa de su Condición.
-La cinta que el Cine odió: “Buscando a Mr. Goodbar”.
-Entrevista a Diane Keaton.
BLANCO Y NEGRO
Cuando Wilson Warkle tuvo la idea de colorear para la NASA las imágenes del alunizaje histórico en la Luna de 1969, no se podía imaginar que con el correr de los años su creación convertiría a Hollywood en un campo de batalla. La técnica electrónica dio origen a una nueva palabra en el cine: colorización. Esto es que computadores transforman las luminosidades del blanco y negro en una gama de cincuenta mil colores, asignando un color a cada punto de una escena. O sea, colorear las películas en blanco y negro. Y las primeras a las que se aplicó la técnica fue a las cintas de Alfred Hitchcock. Luego fueron “maquilladas” cintas clásicas como “Metrópolis” de Fritz Lang, a “La Vida es Maravillosa” de Frank Capra y James Stewart. Enseguida les tocó el turno a Laurel y Hardy. Cuando se anunció la colorización de “Casablanca”, los cineastas explotaron. A partir de 1970, directores como John Huston, Woody Allen y Steven Spielberg, apoyados por más de ocho mil miembros del Sindicato de Cineastas norteamericanos, se opusieron a la aplicación técnica, “por ser un acto de vandalismo cultural”; “por inducir a que se destruya la historia del cine”; “por ser una mutilación de las obras de arte”, fueron las primeras expresiones para calificar al frenesí coloreador; para John Huston “es tan aberrante como agregar color rosado piel a un dibujo del cuerpo humano de Da Vinci.”
Sin embargo, este subproducto de la industria cinematográfica desde entonces, también encontró propiciadores, como el ejecutivo de T.V. Ted Turner, ex-esposo de Jane Fonda, quien compró a la MGM (poseedora de gran parte de los originales realizados por la Warner y RKO.) una colección de 3.650 títulos, de los cuales entregó de inmediato a Color System de Hollywood cien títulos para ser coloreados: fue el comienzo con cintas como “Yankee Doodle Dandy”, “El Tesoro de la Sierra Madre”, “Una Noche en la Ópera”, “El Cartero Llama Siempre dos Veces”, “El Halcón Maltés”, “42nd Street”... Hoy aún los costos de trucar las películas para ponerles color son altísimos: varían entre dos mil y cuatro mil dólares por minuto, pero, al parecer, la televisión está ávida de colorear todo lo que se pueda emitir que levante rating, y paga por ello. El empresario canadiense Hal Roach, que negoció con la T.V. la versión coloreada de “La Vida es Maravillosa”, vendió unas cien mil copias a un precio unitario de treinta dólares.
El proceso en sí técnicamente es sofisticado: las películas originales son traspasadas a video cassettes; un director artístico examina la cinta en la pantalla del computador y por cada escena aisla una que es clave (aquella con más objetos y detalles). Luego, con una paleta electrónica que le ofrece más de cuatro mil colores (que combinados con las distintas luminosidades del blanco y negro genera una gama de cincuenta mil) se le asigna un color a cada punto de la escena. La coloración de una cinta de noventa minutos puede tener un costo de trescientos sesenta mil dólares; a George Romero la producción de “La Noche de los Muertos Vivientes” le costó ciento catorce mil dólares, y la coloración de su película más del doble; doscientos cincuenta mil dólares: “En cifras, las ventas para la T.V. de mi cinta me han dejado ganancias, pero estoy horrorizado. He visto con más calma la versión coloreada y ya no parece mi película; el color la convirtió en un engendro... estoy horrorizado.”
A las impresiones de los desmoralizados directores que han tenido la misma impresión de que su trabajo ha sido destruido, se han unido los nuevos cineastas que atacan francamente la idea. Peter Bogdanovich, después de ver “El Halcón Maltés” de John Huston, comentó: “A simple vista se nota que los escenarios son artificiales, que Humphrey Bogart usaba peluca; todo se ve falso. Las figuras están fuera de foco, los colores se ven horribles y no existen contrastes. Bogart se revolcaría en su tumba si viera la película en colores, y los jóvenes que no conocen la cinta original, y quizás jamás la vean: creerán que Bogart era un payaso. Si Ted Turner tiene derecho legal de cometer esta locura quiere decir entonces que la ley no funciona”. Así, varios directores han intentado salvaguardar su patrimonio, sin embargo, hasta ahora la ley ha favorecido a los colorizadores, hecho que ha desmoralizado los últimos días de los pioneros.
Los defensores de usar la electrónica para colorear al cine en blanco y negro, tienen sus propios argumentos, que suenan siempre a excusas. Aducen que la colorización hace mucho menos daño que la mutilación de algunas escenas para adecuarlas a la pantalla de televisión. Aún más criminal les parece el hecho de que se corten episodios completos de las películas por no ser aptos para el público de la pantalla casera. Destacan un aspecto positivo en la controversia: en blanco y negro, dicen, los clásicos están prácticamente excluidos del mercado de videocasetes porque los jóvenes no los demandan. Están convencidos de que las viejas películas fueron producidas en blanco y negro simplemente porque el color no existía o por una necesidad económica. El director técnico de Color System Technology está seguro de que muchos directores hubieran preferido filmar a Tyrone Power y a Errol Flynn en colores si es que hubieran podido hacerlo.
Ninguno de estos argumentos convence a los cineastas que odian ver sus cintas originales “malamente pintadas”, como dice Spielberg, quien asegura que el uso del color en el pasado nada tiene que ver con lo económico. Considera que nadie tiene derecho de acusar a los fundadores del cine simplemente porque una investigación de mercado concluye que a los jóvenes de hoy no les gusta el blanco y negro. Bogdanovich (que premeditadamente filmó en blanco y negro dos de sus éxitos: “The Last Picture Show” y “Luna de Papel”) específica que eligió el blanco y negro como un recurso para lograr un mayor dramatismo y emoción. Explica que rechazó el color porque le da un carácter romántico a las imágenes, y él no quería hacer de estas cintas una historia romántica. Woody Allen, que sigue usando el blanco y negro como en sus mejores tiempos, precisa que el color como el blanco y negro es un instrumento del artista, al igual que la música y que los actores. El productor de “Odisea 2001”, Peter Hyams, es aún más enfático: señala que la colorización artificial de las películas parte de dos premisas falsas. La primera de ellas reside en creer que el color mejora una película, en circunstancias que sólo altera: “La Vida es Maravillosa” -dice- “en colores puede ser una película simpática, pero no es la película que encanta, es otra película”. Según Hyams, el segundo gran error es que los colorizadores parten de la base de que una película no es una obra de arte legítima: “Creo que así como no vacilan en alterar las creaciones del cine, probablemente tampoco dudarían en entrar a un museo y retocar las obras”. En 1994, finalmente, ha aparecido un mediador: el American Film Institute, que ha comenzado por escuchar la opinión de los artistas, productores, directores, colorizadores y todos los interesados en la situación, para discutir una ley que en verdad sea justa y aún en estudio. En todo caso, nadie podría desconocer que los creadores del cine tienen un punto esencial que defender: la autenticidad de sus obras.
Lo cierto es que el blanco y negro desde sus inicios fue conflictivo en la creación del Séptimo Arte. Y no ya sólo refiriéndonos al color en que se filmaba, sino también al de la piel de sus actores y actrices. Porque, alguna vez, las personas de piel negra marcaron una época riquísima del cine, por calidad y cantidad. Hoy, en cambio, los artistas de color son poquísimos, y casi todos relegados a la televisión. La trayectoria de la gente de color en el cine fue lenta y difícil, y hoy parece inexistente: partieron siendo subordinados y amables sirvientes en películas que mostraban el sur de Norteamérica, como “La Cabaña del Tío Tom”, “Lo que el Viento se Llevó”, “Las Aventuras de Tom Sawyer”... Fueron también violentos guerreros africanos, soldados de buen corazón en la Segunda Guerra Mundial, músicos y cantantes, hombres falsamente culpados y condenados, ladrones asesinos. Los hicieron interpretar de todo, pero pocas veces desempeñaron el papel de héroes. Sin embargo, subordinados y todo por los guiones escritos por blancos, los actores negros demostraron su calidad.
En el inicio de la histórica década de los años sesenta, la lista de estrellas de moda en Hollywood sumaba nombres de artistas negros de estatura colosal, como la actriz Marpessa Dawn (que se dio a conocer en “Orfeo Negro”); Heatie Mc Daniel (hasta ese momento la única actriz de color ganadora de un Oscar); Harry Stroude, primera figura de varias películas de John Ford; Susan Kohmer; James Edwards (el inolvidable intérprete de “Clamor Humano”, 1959); Brook Peters (compañero de Gregory Peck en “Matar un Ruiseñor”); Dorothy Dandridge; Juanita Hall (conocida en “South Pacific”); Ethel Waters; Eartha Kitt; el magnífico Sidney Poitier, nacido en Jamaica y estelar a partir de “Fuga en Cadenas”, Oscar a la trayectoria de la Academia. Nunca se habían reunido en Hollywood tantas voces enormes enriqueciendo al Séptimo Arte: Sammy Davis Jr.; Louis Armstrong; Harry Belafonte; Nat “King” Cole; Ella Fitzgerald; Mahalia Jackson... La lista de artistas negros era interminable, y el 28 de agosto de 1964, en la llamada “Marcha de Washington” encabezaron el mitin, que exigía igualdad de derechos más allá del blanco y negro, que ese día fueron como uno solo. Burt Lancaster, que también marchó, dijo en esa oportunidad: “No es fácil ser norteamericano fuera de los Estados Unidos. La gente nos critica las faltas de nuestra sociedad, los errores de nuestra democracia. Y hay que reconocer que existen, sobre todo cuando discriminamos y segregamos a la gente de color. Por eso estoy en esta manifestación, colaborando en el esfuerzo de borrar nuestros defectos”.
Ese día, cosas más o menos parecidas dijeron Marlon Brando, Charlton Heston, Paul Newman y otros actores blancos que apoyaban la marcha. ¿Qué ha pasado después de treinta años? Los actores negros casi han desaparecido como protagonistas del cine, porque no hay papeles escritos especialmente para ellos, sin embargo, en casi todas las películas hay gente de color en secundarios. Cierto es que hoy se realizan menos películas que en esa época. El caso es que el número de gente de color protagónica en las pantallas cinematográficas de nuestra época es mínimo: Eddie Murphy; Richard Pryon; Bill Cosby por supuesto; Jim Brown: Goopy Goldberg, Sidney Poitier, siempre vigente, Denzel Washington, Will Smith y dos o tres nombres, no más. Uno de los grandes actores negros del Séptimo Arte, Charles Gilpin (“Abraham Lincoln”, “El Emperador Jones” y otras) decía en 1949 que, “la gente de color tiene que representar primero papeles degradantes para llegar a demostrar que vale”. ¿Será que el cine dejó atrás los papeles degradantes usualmente reservados para negros y latinos, en ese orden? ¿O será que la Marcha de Washington de 1964 aún no logró su propósito: igualdad entre el blanco y negro? Nosotros creemos que todo obedece a un proceso histórico. Al igual que los artistas latinos tuvieron que librar un largo proceso para abrirse camino en Hollywood, entre el blanco y negro hoy ya se puede hablar de una apertura cierta.
CUANDO EL CINE QUISO CAMBIAR DE RUTA
El erotismo en general se realiza dentro de los márgenes que permite la vida cotidiana; más allá, incluso en el cine, la fantasía trasciende situaciones y plantea modos incontables, pero sólo de manera ocasional y contadísima se parece a la realidad, a la gracia de lo insospechado. La escritora Alison Luri describe uno de esos momentos (en “La Ciudad de Ninguna Parte”): para ubicar la escena es preciso anotar que un joven historiador, esposo de la asistente de una estrella de cine, y la propia diosa hollywoodense, acaban de conocerse de manera accidental, cuando notan que en la residencia vecina las aguas se desbordan e inundan la mansión. Ellos, en la complicidad emocionada del encuentro, deciden saltar la banda con la excusa del desperfecto que se debe solucionar en la casa sin moradores. Y llegan a la recámara... Lo que sigue lo narra así Luri (pág. 372):
“-Mira... eres realmente... -empezó a decir Paul, mientras se acercaba a ella, sin saber qué decir, pero decidido a decir y hacer algo.
-Ven aquí... -si la voz habitual de Glory tenía un toque de sensualidad, la que utilizó en aquel momento era como mermelada espesa. Paul tuvo la sensación de estar soñando, o bien de estar en una de esas películas surrealistas que imitan los sueños. Estaba demasiado excitado para que le importase nada. Con un solo movimiento y con la ayuda de Glory, se encontró quitándole el ajustado traje de baño mojado, cuya tela dejó leves marcas circulares en la piel pálida. Primero quedaron libres unos senos de un tamaño y de una redondez elástica como sólo había visto en “Playboy”, después un vientre torneado, cóncavo y por fin una mancha de bello teñido de un vivo tono rosado plateado, lo cual completaba la perfección y real del todo. Paul cayó de rodillas, deslumbrado...”
El erotismo que alguna vez se le quiso dar como senda al cinematógrafo es de antología. Narra Irving Shulman que al comenzar la década de 1930 Hollywood se había adaptado “a una vida de ordenado desorden, con lugares clandestinos para jugar y beber, y elegantes prostíbulos frecuentados por las estrellas”.
No eran tiempos fáciles moralmente porque en los Estudios se arrastraban los desastrosos casos de William Desmond Taylor, Mabel Normand, Wallace Reid y Roscoe Arbunckle, involucrado éste último en el caso de la muerte de una jovencita en circunstancias sospechosas, que lo enviaron a la cárcel y le costó su fortuna y una carrera brillante en el cine de la época... todos vieron la llegada del peso de la Liga de la Decencia y del Código Hays, que permitiría medir la duración y el alcance de los besos, las escenas de alcoba y los dividendos del crimen, y que, en una ocasión, censuraría a la figurita de Betty Boop, un dibujo animado que encantaba a los niños, pero “demasiado” exuberante en su anatomía. Para el mundo todo parecía fantástico en la ciudad del cine, y lo era: como la mansión de Marion Davies, y las extravagancias de su protector, William Randolph Hearst, el patriarca de la fabulosa empresa editorial. La escritora Anita Loss narra cuando los conoció a propósito de que W.R. Hearst le pidiera escribir una película para Marion:
“Acepté porque no tenía que desplazarme, debido a que Hearst había construido un lujoso bungalow en nuestros estudios, MGM, para utilizar como base. Mi trabajo consistiría en proporcionar el diálogo para un relato de Frances Marion llamado “La Rubia de las Follies”, sin embargo, me pregunté por qué me habría escogido a mí. Cuando mi novela “Los Caballeros las Prefieren Rubias” apareció serializada en el Harper’s Bazaar, dio ordenes a su editor para que “dejase de utilizar su revista como papelera”. Lo más probable es que la propia Marion se lo pidiera. En la reunión, Hearst centró sus pálidos y líquidos ojos en los míos y de su enorme cuerpo surgió una débil voz, fue como si de una montaña saliese el chillido de “Minnie Mouse”:
-"Bueno, Nita -comenzó-. Quiero que frenes tu inclinación por el humor porque veo esta historia como un gran romance”. Teniendo presente tal obstáculo, mojé mi pluma en jarabe tranquilizador y empecé un opus del que no recuerdo nada. Ninguna de las películas de Marion Davies recuperó jamás su enorme costo, pero estoy convencida de que si W.R. hubiese dejado a Marion ser ella misma, habría llegado a ser super atracción taquillera. Una chica bonita que puede ser un payaso es poco frecuente: cuando se iba a rodar nuestra escena de amor más importante, W.R. estaba en Nueva York, y cuando todos estábamos muy serios y dispuestos para iniciar la toma, Marion entró luciendo disfrazada como Chaplin y lo imitó con un aire afeminado que nos hizo revolcarnos de risa, y nuestras risas atrajeron a las gentes de todo el Estudio, que se unieron al jolgorio que nos regaló Marion con su actuación, que fue graciosísima. Aquella broma de Marion costó una fortuna en tiempo perdido, pero ella podía pedir todas las tomas que se le antojasen. La mayoría de la gente de Hollywood era aburrida pero no Marion. Ella podía hacer que uno entendiese a todas las famosas amantes de la historia. W.R. Hearst se veía a sí mismo como un estadista a la altura de Napoleón, César y Churchill; Marion siempre estaba de acuerdo con W.R., pero cuando no la oía, inspirada seguramente en sus íntimas prendas de vestir, lo llamaba “calzones caídos”, del mismo modo que podía haber llamado “calvito” al César o “napo” a Napoleón. Marion no lo hacía por burlarse, sino con el más cálido afecto. Trataba al género masculino, sin importar la esencia del individuo, con la ternura que una mujer demuestra a los niños... la ternura era en Hollywood el primer requisito de una sirena de buena fe. W.R. dilapidó más en tratar de hacer de la sencilla Marion una estrella de cine que lo que costaron juntas la Pompadour y Madame Dubarry; pero Hearst tuvo algo que rara vez el dinero puede comprar: recuperó la juventud gracias a las travesuras, la energía y el don para hacer reír de Marion. Una noche de año nuevo que estuve con ellos en su complejo residencial de Santa Mónica, al que Hearst denominaba modestamente “casa de la playa”, la querida Marion era la anfitriona más feliz. W.R. Hearst que era abstemio, daba órdenes estrictas a su séquito para que Marion siguiera su ejemplo. En las fiestas sin embargo permitía que se sirviera champagne, y eso sumado a sus deberes de anfitrión, le impedía vigilar siempre los pasos de su amada. Además, Marion bebía desde muy joven, pero el alcohol no hacía sino aumentar su capacidad de simpatía.
"He conocido a muy pocas estrellas que no se dejen impresionar por su estrellato: Marion Davis era una de ellas -sigue Anita Loos-. Para él, se le notaba a W.R. Hearst, el estrellato de ella era un asunto de vanidad masculina. Marion, esa noche de año nuevo, me dijo que una de las invitadas era una duquesa británica que le planteaba un problema de protocolo. Durante la cena, ella ocuparía, naturalmente, el asiento de honor a la derecha de Hearst, pero ¿qué otro ejecutivo de Hollywood era lo bastante distinguido para sentarse al lado de una duquesa? Y terminó decidiéndose, según indicación de W.R., por Jack Warner que era la crema innata de las formas y maneras de Hollywood. No recuerdo el nombre de la duquesa, pero era simpática y, a pesar de su gordura, hacía gala de un escote alarmantemente profundo. Terminada la cena, Hearst ofreció un brindis especial a su invitada de honor. Pero a la duquesa, al agradecer con una británica inclinación, se le deslizó una hombrera sin que se diera cuenta, haciendo que una muy robusta “poitrine” saltara a plena vista. Todos quedamos helados del susto. Hearst, que había ordenado a la orquesta que al final del brindis arrancara con el Himno nacional británico, dirigió a los músicos un apurado gesto para que comenzaran, pero, justo antes del primer acorde, se escuchó la voz de Jack Warner: “¡Eh duquesa! ¡Tiene una teta al aire!”. Y todos explotamos en risas, comenzando con la de la duquesa mientras enfundaba sus intimidades.
“Marion Davies no fue una cazafortunas. Era sólo una plácida Diana. Hacía la que las riquezas volaban como el acero hacia el imán. Cuando era una corista principiante en Nueva York, había sido la novia de otro rico editor, el dueño del “Brooklyn Eagle”. Cuando conoció a W.R., Marion ya estaba tan acostumbrada al dinero que nunca entraba en sus cálculos. Cuando invitaban a un huésped, todos los gastos de la visita estaban pagados; Marion nos aconsejaba a las chicas que eligiésemos lo que se nos antojara en las tiendas de los hoteles, y que anotáramos a la cuenta de la habitación. Una tarde, en París, con Marion salimos a pasear; caminando por los Campos Elíseos llegamos al local de exhibición de la Renault. Entramos. Buscó a un vendedor y, señalando una limosina en exposición, dijo: “¡Quiero ocho de esas!”. El vendedor parecía tan desconcertado que acudí en su ayuda: “son para cargar a la cuenta del señor William Randolph Hearst”. Al día siguiente, ocho limosinas Renault nos fueron entregadas en el hotel, y en ellas nuestro grupo partió alegremente hacia Bad Nauheim.
"Esos tiempos, ¡ay! no podría durar para siempre -sigue Anita Loos-. Las joyas de Marion Davies eran fabulosas pero las usaba poco; cuando lo hacía, parecían perder brillo por lo poco que ella se preocupaba de lucirlas. Las joyas piden exhibicionismo. Marion estaba siempre rodeada de chicas, invitadas y acólitas y, dado que era la última en aparecer por la mañana, le vaciaban los roperos a su antojo. “En esta casa”, solía decir, “la primera en levantarse es la mejor vestida”. Ella adoraba a todos los integrantes de su informalísima familia y siempre los tenía a su alrededor. El elegante entorno nunca impresionó a sus sobrinos; un día, en su mansión de San Simeon, uno de sus sobrinos favoritos, Charlie, entró corriendo al gigantesco salón de la entrada pidiendo ayuda: “¡Digan dónde me puedo esconder amigos! Acabo de atravesar un Goya con el pie”. Charlie Lederer, este sobrino de Marion, comenzó una prolífica carrera de guionista en Hollywood cuando se hizo la versión musical de “Los Caballeros las Prefieren Rubias”, se le confió el libreto; la película protagonizada por Marilyn Monroe fue un éxito, pero mis amigos me habían aconsejado que no la viera: “No contiene ni una escena de tu libro”, me advirtieron. Sin embargo, la vi y encontré que Charlie había hecho la perfecta transcripción con la que sueña todo novelista; el sabor de la novela permaneció intacto, aún sin que sobreviviera prácticamente un solo episodio del libro. Las sustituciones capturaron bien el espíritu y la motivación era absolutamente correcta. Le telegrafié mi reconocimiento y, de alguna manera, sea donde fuese que estuviera, sentí que Marion le había inflamado algo de su optimismo y alegría.”
Sí. Hollywood era más alegre que el resto del mundo en su época de oro. Y no era fácil ser actor: ya en 1920 había por lo menos veinticinco mil extras en dura y porfiada competencia diaria por lograr los mil puestos de trabajo solicitados. ¿El resultado de todo aquello? Lo que expresara en cierta ocasión Irving Thalberg: “En el negocio todos somos parte, en mayor o menor grado, del activo de la empresa. No podemos aspirar a más”. En el clima político norteamericano, Franklin Délano Roosevelt trataba de mejorar el orden social que se descompensara con la crisis del año 1929. Las filas de desocupados, los centenares de miles de cesantes, la violencia nacida de la necesidad extrema y del hambre -que se alcanza a advertir en las primeras escenas de una película tan inocente como el primer “King-Kong”, donde se ve a cientos de mendigos filmados esperando por comida- y el vigor de las prédicas de Upton Sinclair, el autor de “Petróleo” y de “Los Mataderos de Chicago”, hacían temer a los conservadores que California se transformase en la cuna del bolchevismo. En ese momento, una chica de 1.60 de altura, muy rubia y de ojos azules, con una boca de labios carnosos en forma de corazón, nacida en Kansas City el 3 de marzo de 1911, de nombre Jean Harlow, salta de la nada a la fama al convertirse en el primer símbolo erótico propiamente tal del cine sonoro, opacando a las grandes estrellas del género en la época muda: Theda Bara, Clara Bow y, especialmente, Bárbara Apolonia Chalupek, conocida como Pola Negri, la actriz polaca que declara entonces: “El pasado fue juventud y regocijo, el presente, nostalgia y sabiduría”.
Jean Harlow fue la primera actriz abiertamente erótica del cine. Era lo que se esperaba de ella y fue lo que entregó. Mientras filma con Laurel y Hardy, en sus inicios, es una extra que no tiene qué comer. Entonces es descubierta por la MGM. Su absoluta falta de técnica de actuación, sus excesivos ademanes, su voz nasal y algo ronca, su mínimo talento resultan lo de menos. Tiene un algo que en el cine puede serlo todo. Los publicistas contribuyeron a crear su mito, contando al público que Harlow, desde pequeña, se presta a la explotación de su padre y de su madre, que viven de ella; que duerme “desnuda sobre pieles de tigre, y no de otra forma" que Havelock Ellis prepara un nuevo y excitante libro acerca del sexo basado en conversaciones con Harlow, “que veinte hombres se han castrado voluntariamente luego de estar con ella para ser fieles, y no tener nada que ver con otra mujer después de haber conocido a Jean...” La delirante prosa que de ella se escribió en los periódicos de su época se combina con el lenguaje cursi de sus películas. Franchot Tone se indigna cuando debe -por voluntad del guionista- decir a Harlow que su pelo "es como un campo de margaritas de plata y mi mayor placer sería recorrerlo con los pies descalzos" (en "Bomba Explosiva"). Mientras para ella aumentan los ingresos y los Estudios se hacen millonarios. Las cintas de Jean Harlow llevaron más espectadores a las salas que ninguna otra estrella antes. Con ella se inicia francamente la explotación del erotismo como nuevo filón cinematográfico. Vivió sólo veintiséis años, pero dio forma a un género que dudosamente será dejado como expresión, porque, si bien, no parece ser el camino verdadero, hizo cambiar de ruta al Séptimo Arte.
Cuando Harlow murió dejó inconclusa “Saratoga”, con Clark Gable. La autora del guión, la citada Anita Loss en sus memorias (1974), recuerda que “el rodaje de esta cinta se terminó con una actriz con peluca platinada en sustitución de Jean. Las tomas de la cámara muestran a Gable de frente y a la sustituta de Jean de espaldas”. Narra Loss que “Saratoga” estaba casi terminada, salvo por la escena final, cuando la estrella enfermó de súbito: “Pensamos que había sido atacada por un leve malestar que no la dejaba salir de la casa desde unos días antes, cuando Jack Conway, el director se puso a rodar “alrededor” de ella, como se decía en el ambiente cuando la estrella no se presentaba a trabajar. Allí estábamos, sentados, esperando. Nos pusimos a hablar de Jean y a preguntarnos cuál sería su malestar, y sugerí que la llamáramos, al menos, para preguntar cómo estaba. El muchacho de la central telefónica hizo la conexión y de inmediato supimos: “¡Se han llevado a Jane al Cedars of Lebanon Hospital!”. Clark Gable dijo que llamáramos al hospital. Se hizo. Y el rostro del muchacho adquirió una palidez mortecina al oír lo que le respondía la voz tras el auricular, que dejó caer estrepitosamente de sus manos. Supimos lo que había ocurrido antes de que nos lo dijera: “¡Jean estaba muerta!” La confusión se apoderó de los Estudios: Jean le había hecho ganar millones a la MGM y se esperaba de ella que produjera mucho más. Louis B. Mayer asumió la tragedia como una afrenta personal, pero con todo proclamó un edicto humanitario: “La próxima vez que una de nuestras valiosas propiedades enferme, los Estudios tendrán que averiguar dónde radica el problema.” El funeral de Jean en Forest Lawn fue una orgía de dolor, con hordas de sollozantes admiradores vigilados por la policía. La MGM envió un corazón de rosas rojas de un metro y medio de altura atravesado por una flecha dorada. Cuando ya era demasiado tarde intentaron hallar una explicación a su muerte. Ella siempre había gozado de excelente salud; cuando cayó enferma, sus síntomas parecían ser sólo fatiga, pero no... Una de las hipótesis decía que la sobreexposición a los rayos del sol podría haberla envenenado. Su piel extrañamente iridiscente, razón por la que el pelo platinado de Jean lucía tan natural, era tan sensible como la de un albino. Pero, quienes fuimos sus amigos, sabemos que ella nunca se exponía al sol a menos que estuviese protegida por una camisa de manga larga, cuello alto, un sombrero grande de alas caídas y una sombrilla. Otra hipótesis sostenía que el uso excesivo de decolorantes podría haberle causado una uremia fatal. Su pelo color platinado que tanto había ayudado a Jean a hacerse famosa, era también un estorbo porque la hacía perder cada dos días una hora en el departamento de maquillaje, donde le retocaban las raíces, con el consiguiente abuso de decolorante. Pero los médicos y enfermeras que habían rodeado a Jean en el hospital estuvieron luego de acuerdo en una cosa: ella se había negado a luchar por la vida. Lo que da paso a mi propia creencia acerca de la causa de su muerte.
“Cuando escribí “Red Headed Woman” para Irving Thalberg, basado en la novela de Katherine Brusch, él, antes había ordenado al departamento de publicidad que emprendiera la búsqueda de su pelirroja. Un día me dijo que ya había decidido que la candidata con más probabilidades era una joven actriz que acababa de ver en “Hell’s Angels”, la película de Howard Hughes: interpretaba a una mujer fatal que fumaba cigarrillos en boquillas largas y enloquecía a los hombres... la única duda que Irving tenía acerca de Jean era si podía ser divertida. El día que la mandó llamar a su oficina, Irving me pidió también acudir para ayudarle a hacer una evaluación de la chica... La habían enviado al departamento de maquillaje para que le pusieran una peluca roja. Parecía como si tuviera dieciséis años, y su cara infantil se veía del todo incongruente con la fulgurante peluca. No parecía en absoluto nerviosa en presencia del hombre que podía dispararla a la fama; tenía esa especie de actitud suavemente sardónica que adquieren los principiantes después de pasar interminablemente por los Estudios haciendo otras tantas pruebas en búsqueda de una oportunidad. Irving, apartado de la vida de motu propio, amaba entrañablemente los chismes:
-¿Cómo le fue con Hughes? -preguntó a Jane.
-"Bueno, un día estaba comiendo un bizcocho y me ofreció un bocado". Cuando nosotros reímos, Jean interrumpió: -No subestiméis eso. ¡El pobre tipo tiene tanto miedo a los microbios que bien podía haber sido una petición de mano!
-¿Crees que podrías hacer reír al público? -preguntó Irving.
-¿Conmigo o de mí? -preguntó a su vez Jane.
-¡De ti!
-¿Por qué no? La gente se ha estado riendo de mí durante toda mi vida.
"Cuando Jean salió airosamente del despacho, se detuvo en la puerta para hacer con la cabeza un gesto rápido y brillante a guisa de saludo. Incluí ese gesto en el guión y lo sigo buscando cada vez que veo esa vieja película... Una resignación poco común para alguien tan joven subyacía al pícaro sentido del humor de Jean. No había nada que pudiese sorprenderla. Sabía exactamente cómo reaccionaría la gente ante ella; si eran sensatos se reirían, y eso sería todo. Recuerdo una ocasión durante la filmación en que la cámara debía dejar de rodar abruptamente en el momento en que Jean comenzaba a quitarse el vestido. Pero por alguna razón el chico a cargo no dio la voz de corte, así que Jean siguió desnudándose naturalmente: la desnudez se veía raras veces en aquellos días, y Jean Harlow desnuda tenía la calidad sorprendente de una estatua de alabastro. Los visitantes al plató apenas si creían lo que veían. El equipo de iluminación casi se cayó de las bambalinas de la sorpresa. Disculpándose, con los ojos muy abiertos, Jean se dirigió al director: “Lo siento. Pero nadie dio la orden de cortar”.
Anita Loss afirma que Jean Harlow "no era narcisista. Ella reconocía que su belleza no era más que un accidente de nacimiento. Su actitud hacia la ropa era la de un muchachito que patalea cada vez que lo obligan a vestirse bien. Nunca la vi ir de tiendas. Su madre le compraba todo. Jean se ponía un vestido nuevo sin tomarse la molestia de verse al espejo. ¿Por qué preocuparse? Siempre se veía igual: ¡fantástica! ¡De acuerdo! Ella era fantástica. Pero, ¿para quién? ¿Para su distante público? ¿Para un trío de maridos compuesto por un playboy de Kansas City, un alemán loco, y un pequeño y soso camarógrafo de la MGM, todos ellos del tipo de aburridos caballeros que las prefieren rubias? Aquellos tres desastrosos episodios, Jean, filosóficamente, los llamaba “matrimonios de in-conveniencia”. Ella siempre se sentía sola; anhelaba encontrar compañía en un amante, uno con el ingenio suficiente para responder a sus casi compulsivos chistes. Pero estaba condenada al fracaso, lo sabía desde muy joven. Los Estudios no la consideraban más que una trampa cazabobos para la estupidez masculina. En ella misma estaba destruido hasta el último vestigio de la fe que pueda haber tenido en los hombres. En sus últimos días, cada vez más, pareció perder el interés por todo, y, cuando cayó enferma, simplemente se negó a resistir. Fue como si aprovechara una enfermedad menor para escapar de la vida. Para convertirse en una estrella, una actriz debe ser sensible. Y Jean tenía toda la sensibilidad que requiere una estrella. Pero para seguir siéndolo, una actriz debe ser también egomaníaca. Jean no tenía el ego suficiente para sobrevivir y, en consecuencia, la mujer fatal más grande de la historia del cine sencillamente murió de hambre... de sexo”.
La cinta “Saratoga” desconcertó a todos los expertos que habían vaticinado que la tragedia de Jean Harlow alejaría al público de las salas. La película recaudó una fortuna que, al menos para la MGM, sirvió de final feliz. Pero su muerte entristeció a todos los hombres de su época, y marcó la poco grata estadística de desapariciones de estrellas por circunstancias oscuras.
El asesinato de otra actriz de enorme sensualidad, Sharon Tate, nos conmocionó. En nuestros países fueron populares cintas en que intervino como "El Valle de las muñecas" y aún se pasan en cineclubes aquellas de vampiros en que trabajó como "La danza de los vampiros", donde se la ve con esos sus ojos bellísimos, perfecta que llegó a ser popular en un grupo que incluía a algunas actrices norteamericanas hoy consagradas internacionalmente, como Patty Duke y Candice Bergen; a finales de la excepcional década de 1960, hace meditar desde Hollywood a la corresponsal chilena María Romero (en El Mercurio, 17 de agosto de 1969): “¿No le tembló el pulso al asesino cuando cegó aquellas vidas? Para la ciudad del cine resultó especialmente impresionante la masacre cometida contra estas dos frágiles criaturas. Al liquidar la frágil belleza de Sharon Tate se ultimó también a otro ser todavía más tierno: el hijo que estaba por nacer, cuyo padre, el prestigioso director polaco Roman Polanski, se encontraba en Londres".
Sigue anotando María Romero: "En fecha reciente, hace poco más de un año, sucumbía otro brillante astro de ayer, Ramón Navarro, bello y altivo protagonista del viejo “Ben Hur”. Retirado de la industria, vivía en plácido retiro, gozando de una fortuna ganada con largos años de esfuerzo. Quizás el cuchillo que derribó a Sharon Tate viene a ser más piadoso, pues actúa aceleradamente, con psicopática precisión. Con el actor, en tanto, el asesino fue de horripilante sadismo: lo ultimó a golpes para hacerle sentir física y moralmente el dolor de la proximidad del fin. En los últimos tiempos no se habían lamentado crímenes en Hollywood, aunque sí muertes precipitadas por la angustia, antes de hora. Para encontrar hechos sangrientos hay que remontarse al pasado.
“Nuestros lectores maduros recordarán a un actor que les hizo estrujarse de la risa en años juveniles: Roscoe Fatty Arbuckle, mejor conocido por “Tripitas” para nuestro público. Pues bien, el cómico de obeso, inmenso corpachón, motivo para los más chuscos percances que hacían saltar la carcajada, gustaba dar grandes fiestas donde dilapidaba un sueldo que el cine sólo pagaba a contadas figuras. En una de esas reuniones que, según las malas lenguas, tuvo caracteres de bacanal, una hermosa principiante, Virginia Rappe, ansiosa de trepar en el cine, concedió sus favores a Tripitas. De pronto se escucharon gritos que clamaban: “Me muero”. Arbuckle aseguró que todo se arreglaría con un poco de hielo porque la jovencita había bebido más de la cuenta. Pero no fue así. Instantes después, en septiembre de 1921, la muchacha fallecía y el bufo fue condenado por homicidio en primer grado. Gracias al testimonio de cuarenta personas, se le declaró inocente en un tercer juicio, dentro de abril de 1922. Pero ya Fatty Arbunckle estaba terminado para el celuloide. No se proyectaron más películas suyas, ni siquiera las que estaban sin estrenar.
“En ochenta mil se calcularon las personas que acudieron, el 23 de agosto de 1926, al entierro del ídolo del momento, Rodolfo Alfonzo Rafaelo Filibert Gguglielmi de Valentino D’Antiguolla, nombre con el que, el 6 de mayo de 1895, nació quien más tarde sería conocido como Rodolfo Valentino, el enamorado número 1, cuyos ojos almendrados e inescrutables brillaban como azabaches en su rostro oliváceo. Crispantes fábulas surgieron también sobre su final. Al hablarnos de “perforación” se contó, entre otras cosas, que un celoso marido lo hirió por la espalda. Por desgracia, no era tan romántico el asunto. Se trataba de una úlcera gástrica perforada que se complicó con un apéndice inflamado para terminar en peritonitis. Surgieron presuntas viudas de todos lados, mientras Pola Negri, fantasma envuelta en negros velos, se proclamaba la verdadera amada de quien sublimó en el cine el personaje del Sheik, es decir, del caudillo Árabe. Todos los años, en el aniversario de su muerte, una dama enlutada también iba a dejar un ramo de doce rosas rojas y una blanca sobre la losa sepulcral. Con el tiempo se supo que la “mise en scene” correspondía a la publicidad de un florista, quien pretendía incitar a otras enamoradas dolientes a seguir tan tierno ejemplo.
“Muy llorada fue Lupe Vélez, la jovencita mexicana que entró como un torbellino en el cine de Hollywood, para vivir más tarde un tórrido y pintoresco idilio con un galán recién iniciado: Gary Cooper. Después de muchas peripecias sentimentales, la hermosa e incendiaria morena entregó equivocadamente, aunque por entero, el corazón, como ella misma declaró, guardando en el mayor silencio el nombre del amado. Precisamente porque se trataba de un hombre comprometido a quien no quería molestar, prefirió irse del mundo cuando se cercionó de que iba a tener un hijo. Llenó la casa de flores, cubriendo con ellas enteramente la cama. Se tomó un tubo de barbitúricos y se durmió para siempre.
“Muchas son las tragedias que vivió el cine -continúa María Romero-, como la muerte de María Montez, princesa oriental de numerosas películas, cuya morena hermosura se debía a su origen dominicano. Estaba recién y felizmente casada con Jean Pierre Aumont y era madre de una niña pequeña, así es que sólo a un síncope puede atribuirse que se la encontrara ahogada en la tina de baño. Otro ídolo desaparecido: James Dean, montón de cenizas y huesos calcinados después que su coche destrozado en su marcha hubo de incendiarse... También entre llamas había perecido Buck Jones, héroe de aventuras del Oeste en su caballo Silver, quien sucumbió en el incendio de un cabaret. Muchos otros nombres podríamos dar como también contar cosas que quedaron sepultadas en generoso secreto. Pero, ¿por qué extrañarse de que tales cosas ocurran? Hollywood, después de todo, no es una excepción. Dentro de un país de doscientos diez millones de habitantes y en una ciudad donde viven cinco millones, la proporción de desgracias es quizás menor que en otras latitudes. Pero sí ocurre que se trata de seres que viven en fangales, sin intimidad alguna, cuya carrera depende de la curiosidad del público. El oropel de Hollywood suele ser un manto tan brillante como triste para ocultar miserias. Después de todo, las estrellas están hechas de carne y hueso”.
Para la cronista chilena del cine hollywoodense María Romero “la muerte de Sharon Tate fue un golpe bajo. Cuando aún Hollywood no logró recuperarse de su desgracia más lamentada: el apagamiento de Marilyn Monroe”. Hoy, la historia del erotismo en el cine tiene un sabor a clandestinidad. Marilyn Monroe no fue superada y se cortó la ruta. El incentivo que significó la búsqueda de un erotismo que emulara el sex appeal de Marilyn, su atractivo efímero por la brusca partida, su eternidad de pocas horas encerrada en la pantalla mayor, su erotismo en el siglo XX no fue igualado, y pocas estrellas, si acaso, se le acercaron. Y la búsqueda frenética de los Estudios por igualar la entrada de taquilla que significó Marilyn, la búsqueda de la fascinación del ideal femenino derivó en el cine Porno del que sus realizadores, a partir de la década de 1970, francamente ocultaron sus nombres tras el seudónimo. El anonimato será su carta de presentación y el sello a una expresión del Séptimo Arte socialmente rechazada. Sin embargo, existe, como una bifurcación que se deja en el camino. Pero que se mantiene, con su propia economía cimentada en el deseo insatisfecho del espectador ingenuo; dando vida a una complicidad inédita entre el espectador y la película; en que funciona un curioso mecanismo de realidad a partir de una irrealidad absoluta, muy digno de atención. En 1970, luego de la década trepidante anterior y la protesta mundial contra el orden social establecido de los que eran jóvenes en 1968, entonces los sociólogos llenaron las librerías con sesudos estudios sobre las posibilidades de la nada y sus relaciones con el vacío. Nadie hizo caso al naciente cine Porno, excepto el vecino espectador oculto en la sala oscura, y recibiendo un guiño de ojo desde la pantalla.
En Norteamérica dos cintas echaron a rodar el fenómeno, ambas filmadas en 1972 y hoy convertidas en “cult movie”: “El diablo en la señorita Jones” y “Garganta Profunda”, de Jerry Gerard. De estas películas surgirían las máximas estrellas del género: Georgina Spelvin y Linda Lovelace. Las dos, modelos publicitarias, debieron sufrir el rechazo oficial: Lovelace era la estrella de una marca especializada en productos infantiles; cuando descubren que también filma una cinta en que hace de felatriz inacabable, de inmediato su imagen es retirada de las etiquetas y su carrera de modelo termina. "El Diablo en la Señorita Jones” es la primera película porno que se permite el libre juego de las reflexiones. Es un ejercicio sartreano, una especie de “huis-clos” donde el infierno cobra forma luego de un frustrado intento de suicidio del personaje central. El aparente mal deviene en placeres insospechados: en una escena la Spelvin junto con otra muchacha practican una fellatio, en un momento se aparece la pecadora serpiente arrastrando su idea del pecado original, y la señorita Jones, en plena acción emocional se la lleva a la boca; salva su vida al encontrar que el placer gratifica y modula la existencia. Ningún temor debe solarla porque cumple con los ritos de la carnalidad y eleva lo humano en sus radicalizaciones; la cinta insinúa que si el mundo es burdo y procaz, lo erótico puede salvar las situaciones extremas y reavivar los impulsos. El suicidio es la esterilidad de los sentidos, el goce vital se puede encontrar también en el éxtasis del sexo, en el conocimiento del cuerpo y sus funciones.
“Garganta Profunda” es una cinta aburrida, pero replantea el quehacer fílmico de la pornografía hasta entonces. Gerard introduce una serie de innovaciones, como el humor al estilo del Selecciones del Reader’s Digest en escenas culminantes, que en su bobería suavizan la cuestión; como jugar con la Coca Cola transmitiéndolo en un afrodisíaco de primera línea o insertando el despegue de un cohete en el momento del clímax, literalmente hablando. También crea una auténtica presencia erótica en su personaje central, con su vello público, perdón, quise decir púbico, depilado y una asombrosa capacidad para justificar el título de la cinta. Mucho se ha especulado acerca de cómo logró Gerard que la Lovelace cultivara tal virtuosismo; el misterio quedó develado cuando se tuvo que reconocer que la estrella era anestesiada antes de cada escena feladora, de esta manera lograba la hazaña que sin anestesia la hubiera llevado a la náusea, más física que existencialista. En una entrevista posterior la Lovelace difundió que cuando filmaron estaba siendo amenazada con una pistola en su cabeza para obligarla a practicar la fellatio. Después se retiró, se casó, tuvo hijos y formó un hogar perfectamente americano y "normal". La cinta se volvió un clásico de su género, aunque las versiones que circularon en Norteamérica y los países latinos, hasta comienzos de 1980, tuvieron cortes: por ejemplo, la versión de “Garganta Profunda” que se exhibía en Amsterdam en 1978, era diecisiete minutos más larga que la que veíamos en nuestros países de América entonces. Otro precedente que marcó la cinta fue su soundtrack, ahora de colección, producido por el sello Sandy Hook, de Connecticut, que rescata las voces de Orson Welles, los Hermanos Marx, Jack Benny, y otros, e incluye las canciones que Michael Raphore compuso para la cinta. En el número de Playboy de abril de 1973, se presenta así a la Lovelace: “Sin duda lo que suscitó la amplia curiosidad del público es, tanto el talento para la fellatio que posee Linda, como su estilo ingenuo: una inocencia tímida mezclada con entusiasmo sexual y con una completa ausencia de inhibiciones.” En 1974, Pinnacle Books imprimió “The intimate diary” (traducido al español en 1977), que es una suerte de memoria lúbrica en donde la estrella intenta explicar el sentido de la película y de su concepción moral. En un momento dado habla del presidente de Norteamérica entonces: “¿Es que Nixon tiene aspecto de haber besado alguna vez un coño? Si lo hubiera hecho, si pudiera hacerlo, estoy segura de que el país sería diferente. Estoy segura de que el mundo sería diferente. Sería estupendo que un buen día se anunciara por la televisión: ¡Hola Amigos! Presten atención. El martes próximo será el día del sexo. Yo, en mi calidad de presidente, pienso quedarme el día entero en casa sin dejar de golpear. Su presidente echara una cana al aire”.
Cuando Georgina Spelvin es entrevistada por Jack Frischer para la revista Hooker (mayo de 1981), recuerda así su personaje de El diablo y la señorita Jones: “Todo el film fue de una maravillosa sorpresa a otra. Copulé ante la cámara con bellos hombres jóvenes. Mis mejores amigos dicen que murieron y llegaron al cielo sin poder admitirlo. Algunos críticos y el público dicen que la cinta es mágica; todo lo que puedo expresar es que estos productores y el director trataron de que se hiciera el amor sin las engorrosas luces.” Por esos tiempos de cambio de ruta se suscitó un escándalo mayúsculo cuando en los muelles neoyorquinos se realizó un “blue movie”, lo que no hubiese tenido nada de peculiar si no fuera por la inclusión en la película de un crimen, con todo y puñaladas a una participante cuyo fin de orgía significó también el de su existencia; Paul Schrader (“Chantaje Mortal”, “Gigoló Americano”, “La Marca de la Pantera” y un clásico: “Mishima”) llevó a la pantalla los hechos relatados en “Hardcore” (que se exhibió en Latinoamérica como "¿Dónde está mi Hija?"), en 1978. Hoy esta clase de cintas son inapreciables entre cierta clase de público aficionado, que llegó a pagar doscientos dólares por observar las escenas de un asesinato teñido con el velo de la sexualidad; la cinta de Schrader fue sólo una modesta ilustración y su peor trabajo fílmico. En 1977, dentro de este recorrido, Billy Thornbery contrató a Anthony Spinelli para que dirigiera y fuera el coguionista, al lado de Dean Rogers, de “Sex World”, una cinta que recorre distintos ámbitos del eros, sin caer en lo pornográfico comúnmente vulgar: la ternura, un sentimiento generalmente extirpado del género, aquí aparece en varias ocasiones; siendo el discurso formal encaminado a alertar a las parejas sobre las felicidades que logra quien se dedica a satisfacer los placeres de alcoba. El lirismo es ciertamente un tanto aburrido en la cinta, pero hoy se la considera una joya arqueológica, porque, en alguna medida, marca el final de una década en la cual los universitarios disfrutaron con el porno un tanto más abiertamente, al entrar a la sala oscura el público femenino que acompañaba a sus novios para ver una cinta que es, a su manera, una lección libre de racismo, donde el sexismo habitual queda relegado a la noción de que todo el eros debe compartirse sin privilegios para uno u otro sexo. La elementalidad de la propuesta resulta legítima porque deriva de las otrora estancadas marismas del porno tradicional. Justo es decir que antes en Japón se habían hecho cintas en que se veía esta reinvindicación, pero es un Hollywood, más que en ninguna parte, donde el cine se definía con tintes morales.
Hoy la llamada “nueva izquierda”, la llamada “nueva derecha” son fundamentalmente, un asunto de sexo. Divididos por el respecto y la cercanía a lo que se llama “valores de la familia”, apuntan en definitiva a lo sexual. A lo que se dice acerca de sexo, más que nada. Es cierto que en nuestra civilización de cambio de milenio hay el sentimiento generalizado de que otros están decidiendo lo que les corresponde; una mezcla más bien que hiede a licencias liberales enfrentadas al puritanismo. Sin embargo, cualesquiera que hoy visite lo que queda de Hollywood, verá que el suburbio de Los Ángeles mitologizado como sitio de perdición, sufrirá un shock al descubrir que allí, como en la más conservadora poblada latina, es un crimen beber cerveza en la vereda (así es que también la lata debe llevarse escondida en una bolsa de papel). Pero abundan los Porno shops y, muy de mañana, en Venice, se puede ver a los indigentes recogiendo comida de los tachos de basura. A la mesa de las casas en las colinas nunca falta el vino francés o de Chile, y de noche sólo es posible caminar con algún vecino (porque todo el mundo se conoce). Para Robert Hughes, crítico de arte, esta suma de contrariedades “puede ser herencia de la guerra fría”. Lo cierto es que en Hollywood se ve al mundo en la forma de “nosotros contra ellos”. Como asunto de libertades y conservadurismos críticos. Con una celebridad que da la cara en cada bando: allí comienza el negocio, igual que en todos los sitios. La “nueva derecha” tiene sus voceros en los predicadores evangélicos de la televisión, en varios políticos y algunos actores que apoyan la idea, como Charlton Heston y Arnold Schwartzenegger: republicanos de primera línea. La “nueva izquierda” cuenta con académicos universitarios formados en los sesenta, los amigos del presidente Bill Clinton, las decenas de gentes del medio que no serían atrapados vivos en una ceremonia de entrega del Oscar de la Academia sin su cinta roja de prevención del Sida tomada en la solapa del saco: Barbra Streissand, Elizabeth Taylor, Warren Beatty... Pero estas dos facciones en pugna tienen más en común que en contra, y les conviene. En ambos bandos hay quienes adoran hacer dinero por sobre todas las cosas. Ambos aman el proselitismo: quien no esté con ellos está en contra de ellos. Son super críticos. En ambas filas, los que dan la cara son, en general, las personas con un trabajo estable y bien rentado dentro de una economía precaria.
Otra de las particularidades de esta enemistad, es que la industria pone ojo ciego en todo. En los viejos tiempos, los contratos de las estrellas las obligaban a pagar por cada una de sus indiscreciones. Charlie Chaplin fue considerado una vergüenza al encarar su paternidad y tuvo problemas por eso. Hoy, Anthony Quinn, casi a los ochenta años, puede admitir que tuvo un hijo con su secretaria, que es 50 años más joven que él. Otro de sus vecinos, Michael Jackson (con una enorme fortuna hecha en la música y puesta a disposición del cine) es acusado de infanticidio y, millones más millones menos, queda impune. Aunque es imposible culpar al cine por lo malo de la sociedad, es fácil ver por qué los negocios de la entretención se han convertido en el enemigo favorito de la “nueva derecha”. Los grupos más conservadores, los impulsores de legislación antitodo consideran que Hollywood está moralmente perdido. En su casa en una de las calles que sale de Venice Beach, converso con dos de "censores" de la ciudad, es un viejo matrimonio de abogados hollywoodenses, miembros de una de estas ligan "antitodo", quienes dicen: "Veamos el matrimonio de Bruce Willis y Demi Moore; mientras él es tomado por la cámara en un desnudo frontal, ella posa embarazada en la portada de Vanity Fair; en las entrevistas exalta las virtudes del matrimonio y la maternidad mientras acepta dormir en el cine con Robert Redford por un millón de dólares. Es más de lo que podemos soportar. Hollywood es el lugar de los matrimonios separados (ya no se destrozan, porque jamás estuvieron tan juntos), el dinero rápido, y el glamour superficial, y es una industria que hace una fortuna creando imágenes cinematográficas de sexo, especialmente usados en la televisión."
Resulta genial la inconsistencia de una cultura en la que sus miembros se conectan por 24 horas a una red de televisión cable estrictamente pornográfica, como el viejo matrimonio de abogados, donde observan y observan, y al mismo tiempo son los mismos que boicotean las exhibiciones de desnudos y cancelan las muestras públicas en museos, como el J. Paul Getti de Santa Mónica, que debe guardar en sus bodegas innumerables estatuas rescatadas en Pompeya por resultar sus poses “poco convenientes”.
El trato que hoy hace Hollywood con la moralidad es simple: deja ciertos aspectos tranquilos, si se puede hacer algo de dinero manteniendo el silencio, y explota ciertos otros si hay dinero comprometido. En 1993 a Tri Star Pictures le disgustó bastante que la cinta de Woody Allen “Maridos y Esposas”, coincidiera con la publicidad de su unión con Soon Yi Previn Farrow, la hija adoptiva de Mia, su compañera hasta entonces. Allen perdió la guerra por la custodia de sus hijos y se quedó sólo con Soon Yi, ante la estupefacción. Sin embargo, el Estudio, de cualquier forma, concluyó la realización de “Manhattan Mystery Murder” su última cinta, entonces. Una premisa, entonces, es que si un hombre produce dinero, es intocable. "Excepto -dicen nuestros viejos abogados-, aquellos que están involucrados en drogas. Incluso los médicos que expenden recetas están super vigilados, eso comenzó luego de la muerte de Marilyn, en una época en la que cualquier médico podía recetar, por ejemplo, morfina, sin ser especialista. Las drogas no tienen aquí respaldo posible, tal o cual miembro de la colonia, si es descubierto, es crucificado. Así, la polaridad entre la derecha y la izquierda practicada en estos términos no terminará pronto. Cada uno de los bandos está ahí para mantener al otro. Como en los viejos tiempos".
Y hoy como ayer, han gentes más o menos afortunadas en Hollywood: “A algunas actrices les ocurren cosas tan terribles que nadie lo creería si lo contásemos”, dice Jane Seymour, en su sitio que preside la Asociación de Actrices en Defensa de su Condición, uno de los grupos que surgieron para proteger los derechos a subsistir de los hacedores del cine. En nombre de las actrices, Jane Seymour ha realizado en Norteamérica y Europa una labor que en nada desmerece su propio trabajo (ha encarnado a personajes como la cantante María Callas, la actriz Gloria Swanson y la duquesa de Windsor). Dice la actriz Seymour:
“Nuestro sector está siendo víctima de muchos abusos y de una gran marginación. Y eso, en este casi final del siglo XX, cuando se han logrado tantísimas ventajas en muchos aspectos sociales, resulta lamentable. No podemos cubrir el sol con un dedo. Somos conscientes de que en nuestra profesión existen muchas actrices hundidas en el alcohol y las drogas, así como otras que son perseguidas sexualmente en contra de su voluntad. Es cierto que hay algunas sin escrúpulos y apoyando esa actitud machista de muchos productores y directores pero es más cierto que no todos somos así: la mayoría sólo quiere un espacio para expresar su arte, y vivir de ello por supuesto. El interés nuestro es ayudar a las que se encuentran en serias dificultades. Nos negamos a consentir que se nos manipule y nos negamos a que se someta cualquier clase de abuso contra la mujer. El hecho de que yo presida esta Asociación, que se haya dejado en mis hombros semejante responsabilidad no significa que sea la más inteligente ni la más luchadora. Simplemente se debe a que un grupo de compañeras y amigas han preferido que sea yo, como hubiese podido ser cualquiera otra. La única diferencia que existe entre nosotras es que yo soy la que coordina las ideas que se nos ocurren a todas.”
Jane Seymour, que es muy hermosa, ha tomado una actitud plausista, y es que cuando se la llama a su oficina para una entrevista, para que nos cuente de la Asociación de Actrices, nos ha puesto por condición que tiene que acompañarla un grupo de cuatro o cinco de sus compañeras: “Sería absurdo y mediocre intentar hacerme publicidad con este trabajo. Ni siquiera puedo imaginar que alguien pueda creerlo: yo invito a una entrevista siempre a algunas porque la memoria es frágil, y no quiero que las necesidades de la Asociación dependan sólo de lo que yo pueda decir. Lo que más me interesa que se diga sobre nosotras es que hacemos un trabajo colectivo, jamás personal, porque nuestros problemas son delicados y, de cualquier manera no podría solucionarlos una persona sola. Aquí no hay estrellato que valga. Somos sólo mujeres que trabajamos y que nos hemos unido para defender nuestros derechos. Somos muchas y cada una de nosotras debe invertir su tiempo libre y a veces otra parte que restamos del descanso, para atender los problemas de las compañeras más desprotegidas, que son las más. Las actrices jóvenes en Hollywood, las que comienzan su trabajo tienen tantos problemas, y tan serios, que si fuéramos a contarlos públicamente serían pocos los que los creyeran posibles. Las que estamos mejor nos sentimos obligadas a ayudar, porque sabemos que la nuestra no es una profesión fácil; nunca lo ha sido. Entre todas las que conformamos la Asociación de Actrices hacemos lo que podemos, dije que somos muchas pero, durante mi gestión, que se ha prolongado por dos períodos, debo decir que -entre otras- en especial ha recibido el grupo de compañeras como Angie Dickinson, Jane Fonda, Sally Fields, Loni Minnelli, Mia Farrow, Diane Keaton, y muchas más compañeras.”
Diane Keaton trabaja con la Asociación de Actrices en Defensa de su Condición cada vez que está en Hollywood filmando, pero vive especialmente en Nueva York. Diane une a su extraordinaria capacidad histriónica un carácter especialísimo, producto de la lucha constante que ha librado en su carrera. Es ella una luminaria “sui generis”. Reacia a las entrevistas, por intercesión de Jane Seymour finalmente logro verla y que me conceda unos minutos. Dice que está en Los Ángeles como siempre: por motivos de trabajo. No confiesa interés alguno por vivir siempre en Hollywood. Es una mujer muy atractiva, pero difícilmente podría calificársele de gran belleza. Su rostro no tiene facciones especialmente definidas, y se vanagloria de poder caminar tranquilamente por las calles sin que la reconozcan. Es cierto que viste como cualquier chica envuelta en un atuendo lejanamente bohemio, muy de ella, pero un poco común, a pesar de que incluso ha impuesto modas desde la pantalla (cuando hizo “Annie Hall” popularizó entre las mujeres los chalecos desajustados y las corbatas semianudadas que caracterizan al personaje). No usa una gota de maquillaje (“tengo una aversión intrínseca contra el maquillaje y a los peluqueros”). Se confiesa “neoyorquina confirmada”. Dice que en Nueva York vive en “un departamento modesto, con dos gatos”. Lo cierto es que de las actrices que vienen desde la gran manzana regularmente a filmar a Hollywood es casi la única que se mantiene intacta: la ciudad del Cine no ha podido hacer de ella una estrella asequible, glamorosa, capaz de asistir a fiestas sin escalofríos de ansiedad. Hasta ahora ningún Estudio ha logrado su exclusividad, ni siquiera Woody Allen (“un ingenioso caballero” lo define ella).
Diane Keaton es “dueña absoluta” de su vida, y con fama de ser medio excéntrica (“sólo es que soy un poco reservada para este medio”). Lo cierto es que jamás se plegó a los caprichos publicitarios comunes a su trabajo. Sin embargo, a cien años desde la invención del cine es, en relación a su seriedad profesional una de las actrices mejor consideradas de la actualidad. Nació en Los Ángeles, o sea “en Hollywood mismo. Y quizás por inercia supe desde siempre que sería actriz”. Venció su carácter retraído para estudiar arte dramático en la Universidad de Santa Ana, donde interpretó infinidad de papeles en producciones novatas, a partir de lo cual inició su carrera, enormemente exitosa desde un principio. No es una Streisand o una Liza Minnelli, pero también tiene una voz muy agradable, una dicción perfecta, incluso en países que hablan otros idiomas, hace cálido el inglés más bien frío, y mucho sentimiento en lo que interpreta cuando canta: en persona una de las cosas que en ella llama de inmediato la atención es, justamente, la dulzura de su voz. De hecho, ella comenzó en el teatro musical, “yendo de una opereta a otra en giras por todo el país... cuando aún no cumplía veinte años”. Esa experiencia la ayudó para obtener su primer papel de importancia: en Broadway en la obra “Hair”, y descubrió Nueva York, aunque también sería justo decir que Nueva York la descubrió a ella. Luego, al obtener el principal rol femenino de una comedia sin música: “Play it Again, Sam”, conoce a Woody Allen. La relación que vivieron es hoy legendaria, y quedó plasmada en “Dos Extraños Amantes”, precisamente “Annie Hall” (de hecho el verdadero nombre de Diane Keaton es Diane Hall). Muchos detalles de esta cinta hacen inútil negar la influencia que en su carrera ha tenido Allen; protagonizaron juntos, además de “Play it Again, Sam” “Sleeper”, “Love and Death” y luego vino “Annie Hall” en la cual Woody Allen pide a Diane que cante una canción durante tres minutos, con la cámara girando a su alrededor. Ese homenaje basta para expresar lo que ella significó en su vida. Y sigue significando: luego vino “Interiors” y prácticamente la mayor parte de la realización de Woody hasta ahora, incluso cuando estaba casado con Mia Farrow (¿no llega a dirigirlas a ambas, incluso?). Pero sería injusto decir que Diane se lo debe todo a Woody Allen. Son muchas las actrices que un creador enamorado intentó imponer al público sin resultado alguno: hoy no existen. Lo que sucedió fue que Diane tiene mucho talento y Allen fue el primero en descubrirlo. Luego, él no tuvo nada que ver en la elección de Diane para los dos films de “El Padrino”. Y es significativo que Richard Brooks la contratara para “Buscando a Mr. Goodbar” después de verla en “Harry and Walter Go To New York”, también sin Allen. Se sabe que al momento de contratarla, Brooks le advirtió a Diane que no le permitiría, a pesar de su admiración por Woody, que éste viera una sola línea del guión de la película. (“Richard me dijo que no permitiría que mi extraño ex caballero entrara siquiera al set de filmación. A mí me gustó la novela y quería ser la intérprete, así es como acepté sus imposiciones. Pero de ningún modo me hubiera molestado su presencia.”) La carrera de Diane está repleta de paradojas, como el caso de esta cinta en que hace de maestra de niños de día y busca amantes de noche. De hecho, cuando aceptó el Oscar por “Annie Hall”, pronunció un breve y discretísimo discurso: les dio las gracias a los votantes por elegirla y a Woody por dirigirla. Y punto. Las palabras fueron correctas pero en el fondo falsas. Porque ella, como Hollywood en pleno, sabían que estaba recibiendo el premio no por “Annie Hall”, sino por su brillante trabajo en “Buscando a Mr. Goodbar”. Pero el nombre de “Mr. Goodbar” no se podía pronunciar en la ceremonia, porque ésta es la película que Hollywood ha odiado con pasión más que ninguna otra en cien años. La elegante farsa que culminó con su Oscar comenzó a gestarse en noviembre de 1977. “Buscando a Mr Goodbar”, película que rescata la impresionante actuación de Diane en un guión espléndido, se estrenó y de inmediato provocó un coro de elogios para ella y de insultos para el director y guionista Brooks. La situación “Keaton sí. Richard no”, llegó a su clímax cuando la cinta fue exhibida en función exclusiva para la elite hollywoodense. Al final aquellos señores vestidos de etiqueta y sus damas de largos modelos se pusieron de pie para sisear y abuchear a “Mr. Goodbar”, como si hubieran sido el público agresivo y mal educado de un cine de quinta. Es evidente hoy que la película incitó reacciones de indignación y repulsión extraordinarios en Hollywood, donde se habla mal de una película en privado, pero nunca con demostraciones similares a las de lanzar tomates y lechugas contra la pantalla. A “Mr. Goodbar” se le atribuyeron los peores apelativos que se inculcan al cine porno: sórdida y sádica, y además se la calificó de antifeminista. Y surgió el embrollo: Diane Keaton se merecía el Oscar, pero no podían concedérselo por una película tan chocante que desataba tal tormenta de improperios. Ella se mantuvo silenciosa en el ojo de la tormenta, y siguió trabajando. Nada más. Es cierto que en “Annie Hall” logra una buena actuación pero sin el vuelo y la fuerza de “Mr. Goodbar”. Además el papel de “Annie Hall” no era tan sólido como el de “Teresa” del “Mr. Goodbar”, la atrevida maestra de niños que de noche se va por los bares en búsqueda de sexo es too much, pero mucho más que la historia de una promiscua, porque enmarca la insatisfacción de una sociedad entera. Los críticos de Nueva York lo sabían, pero, ¿cómo premiar tal indiscreción de ventilar los problemas así de crudamente? Sin embargo, se apresuraron a premiar a Diane por “Annie Hall”. De “Mr. Goodbar” nunca más se habló. No oficialmente. No querían dejar constancia de su existencia. Y la Academia se escabulló por el mismo escape. Y he aquí una paradoja en su vida: ganó su primer Oscar por la película que no era, porque simplemente todos querían olvidar lo que ella tocaba en el fabuloso drama de Brooks. La verdad es que si ella no hubiese trabajado en otra cinta ese año, no habría existido una excusa que permitiera en verdad reconocerla. El caso “Mr. Goodbar” es muy curioso para enjuiciar el trabajo de Diane. La novela en que se basa la película describe a una muchacha feúcha, que frecuenta bares de mala muerte para conseguir un hombre que pase la noche con ella. Pero Diane se ve tan atrayente, tan radiante, tan seductora, que el personaje parece no tener sentido, sólo “parece” porque, en verdad, se trata de una alta creación histriónica. La “Teresa” del libro tenía un monumental y enfermizo complejo de inferioridad, hasta cierto punto justificado por su apariencia. Pero la “Teresa” que hace Diane sería capaz de deslumbrar a cualquier hombre: verla entrar en tugurios mal olientes a seducir hombres bestiales era certificar al personaje como un caso de masoquismo lindante con la locura, excelentemente bien interpretado, que, desde el principio, hace chocar al espectador esa bella mujer irremediablemente camino a un final prematuro. Desde un comienzo se respira esa atmósfera de alma perdida que logran sólo ciertos personajes que encarnan la caída del ser humano. “Buscando a Mr. Goodbar” interpretado por Diane Keaton es un fenómeno insólito en la historia del cine. Los méritos de la actriz hundieron cualquier crítica que pudiera despertar la cinta, hoy objeto de cult movie en nuestros países.
“Pero yo logré escapar ilesa -nos dice Diane-. Gracias a que allí estaba a mano “Annie Hall”. Pero la luz es imposible taparla con una uña: de una u otra forma “Teresa” fue hasta ahora mi trabajo más difícil, por eso es también el que más quiero. Por supuesto que “Teresa” es ella, no soy yo. Yo tampoco soy “Annie Hall”. “Annie” es una creación de la imaginación brillante de Woody, pero no se parece a mí en realidad. Me paso la película entera diciendo “La, Di, Da...” ante cualquier situación. Eso lo inventó Woody. Juro que -fuera de la película- jamás en mi vida he dicho “La, Di, Da...” Es natural que la gente tienda a identificar a quienes actuamos con los papeles que hacemos. Pero generalmente son lo más opuestos que se puede ver a uno mismo. Yo juro, a quien quiera oír, que jamás nunca me he ido por las calles en búsqueda de compañía para pasar la noche. Porque no bebo, ni salgo de noche porque soy muy friolenta, así es que suelo dormir temprano. Además no necesito compañía, ¿No dije acaso que vivo acompañada de dos gatos?".
© Waldemar Verdugo Fuentes
-La colorización como acto de vandalismo cultural.
-Los procesos para acabar con el blanco y negro.
-El conflictivo color de la raza.
-El alegre desorden hollywoodense.
-El erotismo hace su entrada triunfal.
-La tragedia de Sharon Tate vista por María Romero.
-Valentino, Lupe Vélez y María Montez: caídos.
-El Porno, la nueva derecha y la nueva izquierda.
-La Asociación de Actrices en Defensa de su Condición.
-La cinta que el Cine odió: “Buscando a Mr. Goodbar”.
-Entrevista a Diane Keaton.
BLANCO Y NEGRO
Cuando Wilson Warkle tuvo la idea de colorear para la NASA las imágenes del alunizaje histórico en la Luna de 1969, no se podía imaginar que con el correr de los años su creación convertiría a Hollywood en un campo de batalla. La técnica electrónica dio origen a una nueva palabra en el cine: colorización. Esto es que computadores transforman las luminosidades del blanco y negro en una gama de cincuenta mil colores, asignando un color a cada punto de una escena. O sea, colorear las películas en blanco y negro. Y las primeras a las que se aplicó la técnica fue a las cintas de Alfred Hitchcock. Luego fueron “maquilladas” cintas clásicas como “Metrópolis” de Fritz Lang, a “La Vida es Maravillosa” de Frank Capra y James Stewart. Enseguida les tocó el turno a Laurel y Hardy. Cuando se anunció la colorización de “Casablanca”, los cineastas explotaron. A partir de 1970, directores como John Huston, Woody Allen y Steven Spielberg, apoyados por más de ocho mil miembros del Sindicato de Cineastas norteamericanos, se opusieron a la aplicación técnica, “por ser un acto de vandalismo cultural”; “por inducir a que se destruya la historia del cine”; “por ser una mutilación de las obras de arte”, fueron las primeras expresiones para calificar al frenesí coloreador; para John Huston “es tan aberrante como agregar color rosado piel a un dibujo del cuerpo humano de Da Vinci.”
Sin embargo, este subproducto de la industria cinematográfica desde entonces, también encontró propiciadores, como el ejecutivo de T.V. Ted Turner, ex-esposo de Jane Fonda, quien compró a la MGM (poseedora de gran parte de los originales realizados por la Warner y RKO.) una colección de 3.650 títulos, de los cuales entregó de inmediato a Color System de Hollywood cien títulos para ser coloreados: fue el comienzo con cintas como “Yankee Doodle Dandy”, “El Tesoro de la Sierra Madre”, “Una Noche en la Ópera”, “El Cartero Llama Siempre dos Veces”, “El Halcón Maltés”, “42nd Street”... Hoy aún los costos de trucar las películas para ponerles color son altísimos: varían entre dos mil y cuatro mil dólares por minuto, pero, al parecer, la televisión está ávida de colorear todo lo que se pueda emitir que levante rating, y paga por ello. El empresario canadiense Hal Roach, que negoció con la T.V. la versión coloreada de “La Vida es Maravillosa”, vendió unas cien mil copias a un precio unitario de treinta dólares.
El proceso en sí técnicamente es sofisticado: las películas originales son traspasadas a video cassettes; un director artístico examina la cinta en la pantalla del computador y por cada escena aisla una que es clave (aquella con más objetos y detalles). Luego, con una paleta electrónica que le ofrece más de cuatro mil colores (que combinados con las distintas luminosidades del blanco y negro genera una gama de cincuenta mil) se le asigna un color a cada punto de la escena. La coloración de una cinta de noventa minutos puede tener un costo de trescientos sesenta mil dólares; a George Romero la producción de “La Noche de los Muertos Vivientes” le costó ciento catorce mil dólares, y la coloración de su película más del doble; doscientos cincuenta mil dólares: “En cifras, las ventas para la T.V. de mi cinta me han dejado ganancias, pero estoy horrorizado. He visto con más calma la versión coloreada y ya no parece mi película; el color la convirtió en un engendro... estoy horrorizado.”
A las impresiones de los desmoralizados directores que han tenido la misma impresión de que su trabajo ha sido destruido, se han unido los nuevos cineastas que atacan francamente la idea. Peter Bogdanovich, después de ver “El Halcón Maltés” de John Huston, comentó: “A simple vista se nota que los escenarios son artificiales, que Humphrey Bogart usaba peluca; todo se ve falso. Las figuras están fuera de foco, los colores se ven horribles y no existen contrastes. Bogart se revolcaría en su tumba si viera la película en colores, y los jóvenes que no conocen la cinta original, y quizás jamás la vean: creerán que Bogart era un payaso. Si Ted Turner tiene derecho legal de cometer esta locura quiere decir entonces que la ley no funciona”. Así, varios directores han intentado salvaguardar su patrimonio, sin embargo, hasta ahora la ley ha favorecido a los colorizadores, hecho que ha desmoralizado los últimos días de los pioneros.
Los defensores de usar la electrónica para colorear al cine en blanco y negro, tienen sus propios argumentos, que suenan siempre a excusas. Aducen que la colorización hace mucho menos daño que la mutilación de algunas escenas para adecuarlas a la pantalla de televisión. Aún más criminal les parece el hecho de que se corten episodios completos de las películas por no ser aptos para el público de la pantalla casera. Destacan un aspecto positivo en la controversia: en blanco y negro, dicen, los clásicos están prácticamente excluidos del mercado de videocasetes porque los jóvenes no los demandan. Están convencidos de que las viejas películas fueron producidas en blanco y negro simplemente porque el color no existía o por una necesidad económica. El director técnico de Color System Technology está seguro de que muchos directores hubieran preferido filmar a Tyrone Power y a Errol Flynn en colores si es que hubieran podido hacerlo.
Ninguno de estos argumentos convence a los cineastas que odian ver sus cintas originales “malamente pintadas”, como dice Spielberg, quien asegura que el uso del color en el pasado nada tiene que ver con lo económico. Considera que nadie tiene derecho de acusar a los fundadores del cine simplemente porque una investigación de mercado concluye que a los jóvenes de hoy no les gusta el blanco y negro. Bogdanovich (que premeditadamente filmó en blanco y negro dos de sus éxitos: “The Last Picture Show” y “Luna de Papel”) específica que eligió el blanco y negro como un recurso para lograr un mayor dramatismo y emoción. Explica que rechazó el color porque le da un carácter romántico a las imágenes, y él no quería hacer de estas cintas una historia romántica. Woody Allen, que sigue usando el blanco y negro como en sus mejores tiempos, precisa que el color como el blanco y negro es un instrumento del artista, al igual que la música y que los actores. El productor de “Odisea 2001”, Peter Hyams, es aún más enfático: señala que la colorización artificial de las películas parte de dos premisas falsas. La primera de ellas reside en creer que el color mejora una película, en circunstancias que sólo altera: “La Vida es Maravillosa” -dice- “en colores puede ser una película simpática, pero no es la película que encanta, es otra película”. Según Hyams, el segundo gran error es que los colorizadores parten de la base de que una película no es una obra de arte legítima: “Creo que así como no vacilan en alterar las creaciones del cine, probablemente tampoco dudarían en entrar a un museo y retocar las obras”. En 1994, finalmente, ha aparecido un mediador: el American Film Institute, que ha comenzado por escuchar la opinión de los artistas, productores, directores, colorizadores y todos los interesados en la situación, para discutir una ley que en verdad sea justa y aún en estudio. En todo caso, nadie podría desconocer que los creadores del cine tienen un punto esencial que defender: la autenticidad de sus obras.
Lo cierto es que el blanco y negro desde sus inicios fue conflictivo en la creación del Séptimo Arte. Y no ya sólo refiriéndonos al color en que se filmaba, sino también al de la piel de sus actores y actrices. Porque, alguna vez, las personas de piel negra marcaron una época riquísima del cine, por calidad y cantidad. Hoy, en cambio, los artistas de color son poquísimos, y casi todos relegados a la televisión. La trayectoria de la gente de color en el cine fue lenta y difícil, y hoy parece inexistente: partieron siendo subordinados y amables sirvientes en películas que mostraban el sur de Norteamérica, como “La Cabaña del Tío Tom”, “Lo que el Viento se Llevó”, “Las Aventuras de Tom Sawyer”... Fueron también violentos guerreros africanos, soldados de buen corazón en la Segunda Guerra Mundial, músicos y cantantes, hombres falsamente culpados y condenados, ladrones asesinos. Los hicieron interpretar de todo, pero pocas veces desempeñaron el papel de héroes. Sin embargo, subordinados y todo por los guiones escritos por blancos, los actores negros demostraron su calidad.
En el inicio de la histórica década de los años sesenta, la lista de estrellas de moda en Hollywood sumaba nombres de artistas negros de estatura colosal, como la actriz Marpessa Dawn (que se dio a conocer en “Orfeo Negro”); Heatie Mc Daniel (hasta ese momento la única actriz de color ganadora de un Oscar); Harry Stroude, primera figura de varias películas de John Ford; Susan Kohmer; James Edwards (el inolvidable intérprete de “Clamor Humano”, 1959); Brook Peters (compañero de Gregory Peck en “Matar un Ruiseñor”); Dorothy Dandridge; Juanita Hall (conocida en “South Pacific”); Ethel Waters; Eartha Kitt; el magnífico Sidney Poitier, nacido en Jamaica y estelar a partir de “Fuga en Cadenas”, Oscar a la trayectoria de la Academia. Nunca se habían reunido en Hollywood tantas voces enormes enriqueciendo al Séptimo Arte: Sammy Davis Jr.; Louis Armstrong; Harry Belafonte; Nat “King” Cole; Ella Fitzgerald; Mahalia Jackson... La lista de artistas negros era interminable, y el 28 de agosto de 1964, en la llamada “Marcha de Washington” encabezaron el mitin, que exigía igualdad de derechos más allá del blanco y negro, que ese día fueron como uno solo. Burt Lancaster, que también marchó, dijo en esa oportunidad: “No es fácil ser norteamericano fuera de los Estados Unidos. La gente nos critica las faltas de nuestra sociedad, los errores de nuestra democracia. Y hay que reconocer que existen, sobre todo cuando discriminamos y segregamos a la gente de color. Por eso estoy en esta manifestación, colaborando en el esfuerzo de borrar nuestros defectos”.
Ese día, cosas más o menos parecidas dijeron Marlon Brando, Charlton Heston, Paul Newman y otros actores blancos que apoyaban la marcha. ¿Qué ha pasado después de treinta años? Los actores negros casi han desaparecido como protagonistas del cine, porque no hay papeles escritos especialmente para ellos, sin embargo, en casi todas las películas hay gente de color en secundarios. Cierto es que hoy se realizan menos películas que en esa época. El caso es que el número de gente de color protagónica en las pantallas cinematográficas de nuestra época es mínimo: Eddie Murphy; Richard Pryon; Bill Cosby por supuesto; Jim Brown: Goopy Goldberg, Sidney Poitier, siempre vigente, Denzel Washington, Will Smith y dos o tres nombres, no más. Uno de los grandes actores negros del Séptimo Arte, Charles Gilpin (“Abraham Lincoln”, “El Emperador Jones” y otras) decía en 1949 que, “la gente de color tiene que representar primero papeles degradantes para llegar a demostrar que vale”. ¿Será que el cine dejó atrás los papeles degradantes usualmente reservados para negros y latinos, en ese orden? ¿O será que la Marcha de Washington de 1964 aún no logró su propósito: igualdad entre el blanco y negro? Nosotros creemos que todo obedece a un proceso histórico. Al igual que los artistas latinos tuvieron que librar un largo proceso para abrirse camino en Hollywood, entre el blanco y negro hoy ya se puede hablar de una apertura cierta.
CUANDO EL CINE QUISO CAMBIAR DE RUTA
El erotismo en general se realiza dentro de los márgenes que permite la vida cotidiana; más allá, incluso en el cine, la fantasía trasciende situaciones y plantea modos incontables, pero sólo de manera ocasional y contadísima se parece a la realidad, a la gracia de lo insospechado. La escritora Alison Luri describe uno de esos momentos (en “La Ciudad de Ninguna Parte”): para ubicar la escena es preciso anotar que un joven historiador, esposo de la asistente de una estrella de cine, y la propia diosa hollywoodense, acaban de conocerse de manera accidental, cuando notan que en la residencia vecina las aguas se desbordan e inundan la mansión. Ellos, en la complicidad emocionada del encuentro, deciden saltar la banda con la excusa del desperfecto que se debe solucionar en la casa sin moradores. Y llegan a la recámara... Lo que sigue lo narra así Luri (pág. 372):
“-Mira... eres realmente... -empezó a decir Paul, mientras se acercaba a ella, sin saber qué decir, pero decidido a decir y hacer algo.
-Ven aquí... -si la voz habitual de Glory tenía un toque de sensualidad, la que utilizó en aquel momento era como mermelada espesa. Paul tuvo la sensación de estar soñando, o bien de estar en una de esas películas surrealistas que imitan los sueños. Estaba demasiado excitado para que le importase nada. Con un solo movimiento y con la ayuda de Glory, se encontró quitándole el ajustado traje de baño mojado, cuya tela dejó leves marcas circulares en la piel pálida. Primero quedaron libres unos senos de un tamaño y de una redondez elástica como sólo había visto en “Playboy”, después un vientre torneado, cóncavo y por fin una mancha de bello teñido de un vivo tono rosado plateado, lo cual completaba la perfección y real del todo. Paul cayó de rodillas, deslumbrado...”
El erotismo que alguna vez se le quiso dar como senda al cinematógrafo es de antología. Narra Irving Shulman que al comenzar la década de 1930 Hollywood se había adaptado “a una vida de ordenado desorden, con lugares clandestinos para jugar y beber, y elegantes prostíbulos frecuentados por las estrellas”.
No eran tiempos fáciles moralmente porque en los Estudios se arrastraban los desastrosos casos de William Desmond Taylor, Mabel Normand, Wallace Reid y Roscoe Arbunckle, involucrado éste último en el caso de la muerte de una jovencita en circunstancias sospechosas, que lo enviaron a la cárcel y le costó su fortuna y una carrera brillante en el cine de la época... todos vieron la llegada del peso de la Liga de la Decencia y del Código Hays, que permitiría medir la duración y el alcance de los besos, las escenas de alcoba y los dividendos del crimen, y que, en una ocasión, censuraría a la figurita de Betty Boop, un dibujo animado que encantaba a los niños, pero “demasiado” exuberante en su anatomía. Para el mundo todo parecía fantástico en la ciudad del cine, y lo era: como la mansión de Marion Davies, y las extravagancias de su protector, William Randolph Hearst, el patriarca de la fabulosa empresa editorial. La escritora Anita Loss narra cuando los conoció a propósito de que W.R. Hearst le pidiera escribir una película para Marion:
“Acepté porque no tenía que desplazarme, debido a que Hearst había construido un lujoso bungalow en nuestros estudios, MGM, para utilizar como base. Mi trabajo consistiría en proporcionar el diálogo para un relato de Frances Marion llamado “La Rubia de las Follies”, sin embargo, me pregunté por qué me habría escogido a mí. Cuando mi novela “Los Caballeros las Prefieren Rubias” apareció serializada en el Harper’s Bazaar, dio ordenes a su editor para que “dejase de utilizar su revista como papelera”. Lo más probable es que la propia Marion se lo pidiera. En la reunión, Hearst centró sus pálidos y líquidos ojos en los míos y de su enorme cuerpo surgió una débil voz, fue como si de una montaña saliese el chillido de “Minnie Mouse”:
-"Bueno, Nita -comenzó-. Quiero que frenes tu inclinación por el humor porque veo esta historia como un gran romance”. Teniendo presente tal obstáculo, mojé mi pluma en jarabe tranquilizador y empecé un opus del que no recuerdo nada. Ninguna de las películas de Marion Davies recuperó jamás su enorme costo, pero estoy convencida de que si W.R. hubiese dejado a Marion ser ella misma, habría llegado a ser super atracción taquillera. Una chica bonita que puede ser un payaso es poco frecuente: cuando se iba a rodar nuestra escena de amor más importante, W.R. estaba en Nueva York, y cuando todos estábamos muy serios y dispuestos para iniciar la toma, Marion entró luciendo disfrazada como Chaplin y lo imitó con un aire afeminado que nos hizo revolcarnos de risa, y nuestras risas atrajeron a las gentes de todo el Estudio, que se unieron al jolgorio que nos regaló Marion con su actuación, que fue graciosísima. Aquella broma de Marion costó una fortuna en tiempo perdido, pero ella podía pedir todas las tomas que se le antojasen. La mayoría de la gente de Hollywood era aburrida pero no Marion. Ella podía hacer que uno entendiese a todas las famosas amantes de la historia. W.R. Hearst se veía a sí mismo como un estadista a la altura de Napoleón, César y Churchill; Marion siempre estaba de acuerdo con W.R., pero cuando no la oía, inspirada seguramente en sus íntimas prendas de vestir, lo llamaba “calzones caídos”, del mismo modo que podía haber llamado “calvito” al César o “napo” a Napoleón. Marion no lo hacía por burlarse, sino con el más cálido afecto. Trataba al género masculino, sin importar la esencia del individuo, con la ternura que una mujer demuestra a los niños... la ternura era en Hollywood el primer requisito de una sirena de buena fe. W.R. dilapidó más en tratar de hacer de la sencilla Marion una estrella de cine que lo que costaron juntas la Pompadour y Madame Dubarry; pero Hearst tuvo algo que rara vez el dinero puede comprar: recuperó la juventud gracias a las travesuras, la energía y el don para hacer reír de Marion. Una noche de año nuevo que estuve con ellos en su complejo residencial de Santa Mónica, al que Hearst denominaba modestamente “casa de la playa”, la querida Marion era la anfitriona más feliz. W.R. Hearst que era abstemio, daba órdenes estrictas a su séquito para que Marion siguiera su ejemplo. En las fiestas sin embargo permitía que se sirviera champagne, y eso sumado a sus deberes de anfitrión, le impedía vigilar siempre los pasos de su amada. Además, Marion bebía desde muy joven, pero el alcohol no hacía sino aumentar su capacidad de simpatía.
"He conocido a muy pocas estrellas que no se dejen impresionar por su estrellato: Marion Davis era una de ellas -sigue Anita Loos-. Para él, se le notaba a W.R. Hearst, el estrellato de ella era un asunto de vanidad masculina. Marion, esa noche de año nuevo, me dijo que una de las invitadas era una duquesa británica que le planteaba un problema de protocolo. Durante la cena, ella ocuparía, naturalmente, el asiento de honor a la derecha de Hearst, pero ¿qué otro ejecutivo de Hollywood era lo bastante distinguido para sentarse al lado de una duquesa? Y terminó decidiéndose, según indicación de W.R., por Jack Warner que era la crema innata de las formas y maneras de Hollywood. No recuerdo el nombre de la duquesa, pero era simpática y, a pesar de su gordura, hacía gala de un escote alarmantemente profundo. Terminada la cena, Hearst ofreció un brindis especial a su invitada de honor. Pero a la duquesa, al agradecer con una británica inclinación, se le deslizó una hombrera sin que se diera cuenta, haciendo que una muy robusta “poitrine” saltara a plena vista. Todos quedamos helados del susto. Hearst, que había ordenado a la orquesta que al final del brindis arrancara con el Himno nacional británico, dirigió a los músicos un apurado gesto para que comenzaran, pero, justo antes del primer acorde, se escuchó la voz de Jack Warner: “¡Eh duquesa! ¡Tiene una teta al aire!”. Y todos explotamos en risas, comenzando con la de la duquesa mientras enfundaba sus intimidades.
“Marion Davies no fue una cazafortunas. Era sólo una plácida Diana. Hacía la que las riquezas volaban como el acero hacia el imán. Cuando era una corista principiante en Nueva York, había sido la novia de otro rico editor, el dueño del “Brooklyn Eagle”. Cuando conoció a W.R., Marion ya estaba tan acostumbrada al dinero que nunca entraba en sus cálculos. Cuando invitaban a un huésped, todos los gastos de la visita estaban pagados; Marion nos aconsejaba a las chicas que eligiésemos lo que se nos antojara en las tiendas de los hoteles, y que anotáramos a la cuenta de la habitación. Una tarde, en París, con Marion salimos a pasear; caminando por los Campos Elíseos llegamos al local de exhibición de la Renault. Entramos. Buscó a un vendedor y, señalando una limosina en exposición, dijo: “¡Quiero ocho de esas!”. El vendedor parecía tan desconcertado que acudí en su ayuda: “son para cargar a la cuenta del señor William Randolph Hearst”. Al día siguiente, ocho limosinas Renault nos fueron entregadas en el hotel, y en ellas nuestro grupo partió alegremente hacia Bad Nauheim.
"Esos tiempos, ¡ay! no podría durar para siempre -sigue Anita Loos-. Las joyas de Marion Davies eran fabulosas pero las usaba poco; cuando lo hacía, parecían perder brillo por lo poco que ella se preocupaba de lucirlas. Las joyas piden exhibicionismo. Marion estaba siempre rodeada de chicas, invitadas y acólitas y, dado que era la última en aparecer por la mañana, le vaciaban los roperos a su antojo. “En esta casa”, solía decir, “la primera en levantarse es la mejor vestida”. Ella adoraba a todos los integrantes de su informalísima familia y siempre los tenía a su alrededor. El elegante entorno nunca impresionó a sus sobrinos; un día, en su mansión de San Simeon, uno de sus sobrinos favoritos, Charlie, entró corriendo al gigantesco salón de la entrada pidiendo ayuda: “¡Digan dónde me puedo esconder amigos! Acabo de atravesar un Goya con el pie”. Charlie Lederer, este sobrino de Marion, comenzó una prolífica carrera de guionista en Hollywood cuando se hizo la versión musical de “Los Caballeros las Prefieren Rubias”, se le confió el libreto; la película protagonizada por Marilyn Monroe fue un éxito, pero mis amigos me habían aconsejado que no la viera: “No contiene ni una escena de tu libro”, me advirtieron. Sin embargo, la vi y encontré que Charlie había hecho la perfecta transcripción con la que sueña todo novelista; el sabor de la novela permaneció intacto, aún sin que sobreviviera prácticamente un solo episodio del libro. Las sustituciones capturaron bien el espíritu y la motivación era absolutamente correcta. Le telegrafié mi reconocimiento y, de alguna manera, sea donde fuese que estuviera, sentí que Marion le había inflamado algo de su optimismo y alegría.”
Sí. Hollywood era más alegre que el resto del mundo en su época de oro. Y no era fácil ser actor: ya en 1920 había por lo menos veinticinco mil extras en dura y porfiada competencia diaria por lograr los mil puestos de trabajo solicitados. ¿El resultado de todo aquello? Lo que expresara en cierta ocasión Irving Thalberg: “En el negocio todos somos parte, en mayor o menor grado, del activo de la empresa. No podemos aspirar a más”. En el clima político norteamericano, Franklin Délano Roosevelt trataba de mejorar el orden social que se descompensara con la crisis del año 1929. Las filas de desocupados, los centenares de miles de cesantes, la violencia nacida de la necesidad extrema y del hambre -que se alcanza a advertir en las primeras escenas de una película tan inocente como el primer “King-Kong”, donde se ve a cientos de mendigos filmados esperando por comida- y el vigor de las prédicas de Upton Sinclair, el autor de “Petróleo” y de “Los Mataderos de Chicago”, hacían temer a los conservadores que California se transformase en la cuna del bolchevismo. En ese momento, una chica de 1.60 de altura, muy rubia y de ojos azules, con una boca de labios carnosos en forma de corazón, nacida en Kansas City el 3 de marzo de 1911, de nombre Jean Harlow, salta de la nada a la fama al convertirse en el primer símbolo erótico propiamente tal del cine sonoro, opacando a las grandes estrellas del género en la época muda: Theda Bara, Clara Bow y, especialmente, Bárbara Apolonia Chalupek, conocida como Pola Negri, la actriz polaca que declara entonces: “El pasado fue juventud y regocijo, el presente, nostalgia y sabiduría”.
Jean Harlow fue la primera actriz abiertamente erótica del cine. Era lo que se esperaba de ella y fue lo que entregó. Mientras filma con Laurel y Hardy, en sus inicios, es una extra que no tiene qué comer. Entonces es descubierta por la MGM. Su absoluta falta de técnica de actuación, sus excesivos ademanes, su voz nasal y algo ronca, su mínimo talento resultan lo de menos. Tiene un algo que en el cine puede serlo todo. Los publicistas contribuyeron a crear su mito, contando al público que Harlow, desde pequeña, se presta a la explotación de su padre y de su madre, que viven de ella; que duerme “desnuda sobre pieles de tigre, y no de otra forma" que Havelock Ellis prepara un nuevo y excitante libro acerca del sexo basado en conversaciones con Harlow, “que veinte hombres se han castrado voluntariamente luego de estar con ella para ser fieles, y no tener nada que ver con otra mujer después de haber conocido a Jean...” La delirante prosa que de ella se escribió en los periódicos de su época se combina con el lenguaje cursi de sus películas. Franchot Tone se indigna cuando debe -por voluntad del guionista- decir a Harlow que su pelo "es como un campo de margaritas de plata y mi mayor placer sería recorrerlo con los pies descalzos" (en "Bomba Explosiva"). Mientras para ella aumentan los ingresos y los Estudios se hacen millonarios. Las cintas de Jean Harlow llevaron más espectadores a las salas que ninguna otra estrella antes. Con ella se inicia francamente la explotación del erotismo como nuevo filón cinematográfico. Vivió sólo veintiséis años, pero dio forma a un género que dudosamente será dejado como expresión, porque, si bien, no parece ser el camino verdadero, hizo cambiar de ruta al Séptimo Arte.
Cuando Harlow murió dejó inconclusa “Saratoga”, con Clark Gable. La autora del guión, la citada Anita Loss en sus memorias (1974), recuerda que “el rodaje de esta cinta se terminó con una actriz con peluca platinada en sustitución de Jean. Las tomas de la cámara muestran a Gable de frente y a la sustituta de Jean de espaldas”. Narra Loss que “Saratoga” estaba casi terminada, salvo por la escena final, cuando la estrella enfermó de súbito: “Pensamos que había sido atacada por un leve malestar que no la dejaba salir de la casa desde unos días antes, cuando Jack Conway, el director se puso a rodar “alrededor” de ella, como se decía en el ambiente cuando la estrella no se presentaba a trabajar. Allí estábamos, sentados, esperando. Nos pusimos a hablar de Jean y a preguntarnos cuál sería su malestar, y sugerí que la llamáramos, al menos, para preguntar cómo estaba. El muchacho de la central telefónica hizo la conexión y de inmediato supimos: “¡Se han llevado a Jane al Cedars of Lebanon Hospital!”. Clark Gable dijo que llamáramos al hospital. Se hizo. Y el rostro del muchacho adquirió una palidez mortecina al oír lo que le respondía la voz tras el auricular, que dejó caer estrepitosamente de sus manos. Supimos lo que había ocurrido antes de que nos lo dijera: “¡Jean estaba muerta!” La confusión se apoderó de los Estudios: Jean le había hecho ganar millones a la MGM y se esperaba de ella que produjera mucho más. Louis B. Mayer asumió la tragedia como una afrenta personal, pero con todo proclamó un edicto humanitario: “La próxima vez que una de nuestras valiosas propiedades enferme, los Estudios tendrán que averiguar dónde radica el problema.” El funeral de Jean en Forest Lawn fue una orgía de dolor, con hordas de sollozantes admiradores vigilados por la policía. La MGM envió un corazón de rosas rojas de un metro y medio de altura atravesado por una flecha dorada. Cuando ya era demasiado tarde intentaron hallar una explicación a su muerte. Ella siempre había gozado de excelente salud; cuando cayó enferma, sus síntomas parecían ser sólo fatiga, pero no... Una de las hipótesis decía que la sobreexposición a los rayos del sol podría haberla envenenado. Su piel extrañamente iridiscente, razón por la que el pelo platinado de Jean lucía tan natural, era tan sensible como la de un albino. Pero, quienes fuimos sus amigos, sabemos que ella nunca se exponía al sol a menos que estuviese protegida por una camisa de manga larga, cuello alto, un sombrero grande de alas caídas y una sombrilla. Otra hipótesis sostenía que el uso excesivo de decolorantes podría haberle causado una uremia fatal. Su pelo color platinado que tanto había ayudado a Jean a hacerse famosa, era también un estorbo porque la hacía perder cada dos días una hora en el departamento de maquillaje, donde le retocaban las raíces, con el consiguiente abuso de decolorante. Pero los médicos y enfermeras que habían rodeado a Jean en el hospital estuvieron luego de acuerdo en una cosa: ella se había negado a luchar por la vida. Lo que da paso a mi propia creencia acerca de la causa de su muerte.
“Cuando escribí “Red Headed Woman” para Irving Thalberg, basado en la novela de Katherine Brusch, él, antes había ordenado al departamento de publicidad que emprendiera la búsqueda de su pelirroja. Un día me dijo que ya había decidido que la candidata con más probabilidades era una joven actriz que acababa de ver en “Hell’s Angels”, la película de Howard Hughes: interpretaba a una mujer fatal que fumaba cigarrillos en boquillas largas y enloquecía a los hombres... la única duda que Irving tenía acerca de Jean era si podía ser divertida. El día que la mandó llamar a su oficina, Irving me pidió también acudir para ayudarle a hacer una evaluación de la chica... La habían enviado al departamento de maquillaje para que le pusieran una peluca roja. Parecía como si tuviera dieciséis años, y su cara infantil se veía del todo incongruente con la fulgurante peluca. No parecía en absoluto nerviosa en presencia del hombre que podía dispararla a la fama; tenía esa especie de actitud suavemente sardónica que adquieren los principiantes después de pasar interminablemente por los Estudios haciendo otras tantas pruebas en búsqueda de una oportunidad. Irving, apartado de la vida de motu propio, amaba entrañablemente los chismes:
-¿Cómo le fue con Hughes? -preguntó a Jane.
-"Bueno, un día estaba comiendo un bizcocho y me ofreció un bocado". Cuando nosotros reímos, Jean interrumpió: -No subestiméis eso. ¡El pobre tipo tiene tanto miedo a los microbios que bien podía haber sido una petición de mano!
-¿Crees que podrías hacer reír al público? -preguntó Irving.
-¿Conmigo o de mí? -preguntó a su vez Jane.
-¡De ti!
-¿Por qué no? La gente se ha estado riendo de mí durante toda mi vida.
"Cuando Jean salió airosamente del despacho, se detuvo en la puerta para hacer con la cabeza un gesto rápido y brillante a guisa de saludo. Incluí ese gesto en el guión y lo sigo buscando cada vez que veo esa vieja película... Una resignación poco común para alguien tan joven subyacía al pícaro sentido del humor de Jean. No había nada que pudiese sorprenderla. Sabía exactamente cómo reaccionaría la gente ante ella; si eran sensatos se reirían, y eso sería todo. Recuerdo una ocasión durante la filmación en que la cámara debía dejar de rodar abruptamente en el momento en que Jean comenzaba a quitarse el vestido. Pero por alguna razón el chico a cargo no dio la voz de corte, así que Jean siguió desnudándose naturalmente: la desnudez se veía raras veces en aquellos días, y Jean Harlow desnuda tenía la calidad sorprendente de una estatua de alabastro. Los visitantes al plató apenas si creían lo que veían. El equipo de iluminación casi se cayó de las bambalinas de la sorpresa. Disculpándose, con los ojos muy abiertos, Jean se dirigió al director: “Lo siento. Pero nadie dio la orden de cortar”.
Anita Loss afirma que Jean Harlow "no era narcisista. Ella reconocía que su belleza no era más que un accidente de nacimiento. Su actitud hacia la ropa era la de un muchachito que patalea cada vez que lo obligan a vestirse bien. Nunca la vi ir de tiendas. Su madre le compraba todo. Jean se ponía un vestido nuevo sin tomarse la molestia de verse al espejo. ¿Por qué preocuparse? Siempre se veía igual: ¡fantástica! ¡De acuerdo! Ella era fantástica. Pero, ¿para quién? ¿Para su distante público? ¿Para un trío de maridos compuesto por un playboy de Kansas City, un alemán loco, y un pequeño y soso camarógrafo de la MGM, todos ellos del tipo de aburridos caballeros que las prefieren rubias? Aquellos tres desastrosos episodios, Jean, filosóficamente, los llamaba “matrimonios de in-conveniencia”. Ella siempre se sentía sola; anhelaba encontrar compañía en un amante, uno con el ingenio suficiente para responder a sus casi compulsivos chistes. Pero estaba condenada al fracaso, lo sabía desde muy joven. Los Estudios no la consideraban más que una trampa cazabobos para la estupidez masculina. En ella misma estaba destruido hasta el último vestigio de la fe que pueda haber tenido en los hombres. En sus últimos días, cada vez más, pareció perder el interés por todo, y, cuando cayó enferma, simplemente se negó a resistir. Fue como si aprovechara una enfermedad menor para escapar de la vida. Para convertirse en una estrella, una actriz debe ser sensible. Y Jean tenía toda la sensibilidad que requiere una estrella. Pero para seguir siéndolo, una actriz debe ser también egomaníaca. Jean no tenía el ego suficiente para sobrevivir y, en consecuencia, la mujer fatal más grande de la historia del cine sencillamente murió de hambre... de sexo”.
La cinta “Saratoga” desconcertó a todos los expertos que habían vaticinado que la tragedia de Jean Harlow alejaría al público de las salas. La película recaudó una fortuna que, al menos para la MGM, sirvió de final feliz. Pero su muerte entristeció a todos los hombres de su época, y marcó la poco grata estadística de desapariciones de estrellas por circunstancias oscuras.
El asesinato de otra actriz de enorme sensualidad, Sharon Tate, nos conmocionó. En nuestros países fueron populares cintas en que intervino como "El Valle de las muñecas" y aún se pasan en cineclubes aquellas de vampiros en que trabajó como "La danza de los vampiros", donde se la ve con esos sus ojos bellísimos, perfecta que llegó a ser popular en un grupo que incluía a algunas actrices norteamericanas hoy consagradas internacionalmente, como Patty Duke y Candice Bergen; a finales de la excepcional década de 1960, hace meditar desde Hollywood a la corresponsal chilena María Romero (en El Mercurio, 17 de agosto de 1969): “¿No le tembló el pulso al asesino cuando cegó aquellas vidas? Para la ciudad del cine resultó especialmente impresionante la masacre cometida contra estas dos frágiles criaturas. Al liquidar la frágil belleza de Sharon Tate se ultimó también a otro ser todavía más tierno: el hijo que estaba por nacer, cuyo padre, el prestigioso director polaco Roman Polanski, se encontraba en Londres".
Sigue anotando María Romero: "En fecha reciente, hace poco más de un año, sucumbía otro brillante astro de ayer, Ramón Navarro, bello y altivo protagonista del viejo “Ben Hur”. Retirado de la industria, vivía en plácido retiro, gozando de una fortuna ganada con largos años de esfuerzo. Quizás el cuchillo que derribó a Sharon Tate viene a ser más piadoso, pues actúa aceleradamente, con psicopática precisión. Con el actor, en tanto, el asesino fue de horripilante sadismo: lo ultimó a golpes para hacerle sentir física y moralmente el dolor de la proximidad del fin. En los últimos tiempos no se habían lamentado crímenes en Hollywood, aunque sí muertes precipitadas por la angustia, antes de hora. Para encontrar hechos sangrientos hay que remontarse al pasado.
“Nuestros lectores maduros recordarán a un actor que les hizo estrujarse de la risa en años juveniles: Roscoe Fatty Arbuckle, mejor conocido por “Tripitas” para nuestro público. Pues bien, el cómico de obeso, inmenso corpachón, motivo para los más chuscos percances que hacían saltar la carcajada, gustaba dar grandes fiestas donde dilapidaba un sueldo que el cine sólo pagaba a contadas figuras. En una de esas reuniones que, según las malas lenguas, tuvo caracteres de bacanal, una hermosa principiante, Virginia Rappe, ansiosa de trepar en el cine, concedió sus favores a Tripitas. De pronto se escucharon gritos que clamaban: “Me muero”. Arbuckle aseguró que todo se arreglaría con un poco de hielo porque la jovencita había bebido más de la cuenta. Pero no fue así. Instantes después, en septiembre de 1921, la muchacha fallecía y el bufo fue condenado por homicidio en primer grado. Gracias al testimonio de cuarenta personas, se le declaró inocente en un tercer juicio, dentro de abril de 1922. Pero ya Fatty Arbunckle estaba terminado para el celuloide. No se proyectaron más películas suyas, ni siquiera las que estaban sin estrenar.
“En ochenta mil se calcularon las personas que acudieron, el 23 de agosto de 1926, al entierro del ídolo del momento, Rodolfo Alfonzo Rafaelo Filibert Gguglielmi de Valentino D’Antiguolla, nombre con el que, el 6 de mayo de 1895, nació quien más tarde sería conocido como Rodolfo Valentino, el enamorado número 1, cuyos ojos almendrados e inescrutables brillaban como azabaches en su rostro oliváceo. Crispantes fábulas surgieron también sobre su final. Al hablarnos de “perforación” se contó, entre otras cosas, que un celoso marido lo hirió por la espalda. Por desgracia, no era tan romántico el asunto. Se trataba de una úlcera gástrica perforada que se complicó con un apéndice inflamado para terminar en peritonitis. Surgieron presuntas viudas de todos lados, mientras Pola Negri, fantasma envuelta en negros velos, se proclamaba la verdadera amada de quien sublimó en el cine el personaje del Sheik, es decir, del caudillo Árabe. Todos los años, en el aniversario de su muerte, una dama enlutada también iba a dejar un ramo de doce rosas rojas y una blanca sobre la losa sepulcral. Con el tiempo se supo que la “mise en scene” correspondía a la publicidad de un florista, quien pretendía incitar a otras enamoradas dolientes a seguir tan tierno ejemplo.
“Muy llorada fue Lupe Vélez, la jovencita mexicana que entró como un torbellino en el cine de Hollywood, para vivir más tarde un tórrido y pintoresco idilio con un galán recién iniciado: Gary Cooper. Después de muchas peripecias sentimentales, la hermosa e incendiaria morena entregó equivocadamente, aunque por entero, el corazón, como ella misma declaró, guardando en el mayor silencio el nombre del amado. Precisamente porque se trataba de un hombre comprometido a quien no quería molestar, prefirió irse del mundo cuando se cercionó de que iba a tener un hijo. Llenó la casa de flores, cubriendo con ellas enteramente la cama. Se tomó un tubo de barbitúricos y se durmió para siempre.
“Muchas son las tragedias que vivió el cine -continúa María Romero-, como la muerte de María Montez, princesa oriental de numerosas películas, cuya morena hermosura se debía a su origen dominicano. Estaba recién y felizmente casada con Jean Pierre Aumont y era madre de una niña pequeña, así es que sólo a un síncope puede atribuirse que se la encontrara ahogada en la tina de baño. Otro ídolo desaparecido: James Dean, montón de cenizas y huesos calcinados después que su coche destrozado en su marcha hubo de incendiarse... También entre llamas había perecido Buck Jones, héroe de aventuras del Oeste en su caballo Silver, quien sucumbió en el incendio de un cabaret. Muchos otros nombres podríamos dar como también contar cosas que quedaron sepultadas en generoso secreto. Pero, ¿por qué extrañarse de que tales cosas ocurran? Hollywood, después de todo, no es una excepción. Dentro de un país de doscientos diez millones de habitantes y en una ciudad donde viven cinco millones, la proporción de desgracias es quizás menor que en otras latitudes. Pero sí ocurre que se trata de seres que viven en fangales, sin intimidad alguna, cuya carrera depende de la curiosidad del público. El oropel de Hollywood suele ser un manto tan brillante como triste para ocultar miserias. Después de todo, las estrellas están hechas de carne y hueso”.
Para la cronista chilena del cine hollywoodense María Romero “la muerte de Sharon Tate fue un golpe bajo. Cuando aún Hollywood no logró recuperarse de su desgracia más lamentada: el apagamiento de Marilyn Monroe”. Hoy, la historia del erotismo en el cine tiene un sabor a clandestinidad. Marilyn Monroe no fue superada y se cortó la ruta. El incentivo que significó la búsqueda de un erotismo que emulara el sex appeal de Marilyn, su atractivo efímero por la brusca partida, su eternidad de pocas horas encerrada en la pantalla mayor, su erotismo en el siglo XX no fue igualado, y pocas estrellas, si acaso, se le acercaron. Y la búsqueda frenética de los Estudios por igualar la entrada de taquilla que significó Marilyn, la búsqueda de la fascinación del ideal femenino derivó en el cine Porno del que sus realizadores, a partir de la década de 1970, francamente ocultaron sus nombres tras el seudónimo. El anonimato será su carta de presentación y el sello a una expresión del Séptimo Arte socialmente rechazada. Sin embargo, existe, como una bifurcación que se deja en el camino. Pero que se mantiene, con su propia economía cimentada en el deseo insatisfecho del espectador ingenuo; dando vida a una complicidad inédita entre el espectador y la película; en que funciona un curioso mecanismo de realidad a partir de una irrealidad absoluta, muy digno de atención. En 1970, luego de la década trepidante anterior y la protesta mundial contra el orden social establecido de los que eran jóvenes en 1968, entonces los sociólogos llenaron las librerías con sesudos estudios sobre las posibilidades de la nada y sus relaciones con el vacío. Nadie hizo caso al naciente cine Porno, excepto el vecino espectador oculto en la sala oscura, y recibiendo un guiño de ojo desde la pantalla.
En Norteamérica dos cintas echaron a rodar el fenómeno, ambas filmadas en 1972 y hoy convertidas en “cult movie”: “El diablo en la señorita Jones” y “Garganta Profunda”, de Jerry Gerard. De estas películas surgirían las máximas estrellas del género: Georgina Spelvin y Linda Lovelace. Las dos, modelos publicitarias, debieron sufrir el rechazo oficial: Lovelace era la estrella de una marca especializada en productos infantiles; cuando descubren que también filma una cinta en que hace de felatriz inacabable, de inmediato su imagen es retirada de las etiquetas y su carrera de modelo termina. "El Diablo en la Señorita Jones” es la primera película porno que se permite el libre juego de las reflexiones. Es un ejercicio sartreano, una especie de “huis-clos” donde el infierno cobra forma luego de un frustrado intento de suicidio del personaje central. El aparente mal deviene en placeres insospechados: en una escena la Spelvin junto con otra muchacha practican una fellatio, en un momento se aparece la pecadora serpiente arrastrando su idea del pecado original, y la señorita Jones, en plena acción emocional se la lleva a la boca; salva su vida al encontrar que el placer gratifica y modula la existencia. Ningún temor debe solarla porque cumple con los ritos de la carnalidad y eleva lo humano en sus radicalizaciones; la cinta insinúa que si el mundo es burdo y procaz, lo erótico puede salvar las situaciones extremas y reavivar los impulsos. El suicidio es la esterilidad de los sentidos, el goce vital se puede encontrar también en el éxtasis del sexo, en el conocimiento del cuerpo y sus funciones.
“Garganta Profunda” es una cinta aburrida, pero replantea el quehacer fílmico de la pornografía hasta entonces. Gerard introduce una serie de innovaciones, como el humor al estilo del Selecciones del Reader’s Digest en escenas culminantes, que en su bobería suavizan la cuestión; como jugar con la Coca Cola transmitiéndolo en un afrodisíaco de primera línea o insertando el despegue de un cohete en el momento del clímax, literalmente hablando. También crea una auténtica presencia erótica en su personaje central, con su vello público, perdón, quise decir púbico, depilado y una asombrosa capacidad para justificar el título de la cinta. Mucho se ha especulado acerca de cómo logró Gerard que la Lovelace cultivara tal virtuosismo; el misterio quedó develado cuando se tuvo que reconocer que la estrella era anestesiada antes de cada escena feladora, de esta manera lograba la hazaña que sin anestesia la hubiera llevado a la náusea, más física que existencialista. En una entrevista posterior la Lovelace difundió que cuando filmaron estaba siendo amenazada con una pistola en su cabeza para obligarla a practicar la fellatio. Después se retiró, se casó, tuvo hijos y formó un hogar perfectamente americano y "normal". La cinta se volvió un clásico de su género, aunque las versiones que circularon en Norteamérica y los países latinos, hasta comienzos de 1980, tuvieron cortes: por ejemplo, la versión de “Garganta Profunda” que se exhibía en Amsterdam en 1978, era diecisiete minutos más larga que la que veíamos en nuestros países de América entonces. Otro precedente que marcó la cinta fue su soundtrack, ahora de colección, producido por el sello Sandy Hook, de Connecticut, que rescata las voces de Orson Welles, los Hermanos Marx, Jack Benny, y otros, e incluye las canciones que Michael Raphore compuso para la cinta. En el número de Playboy de abril de 1973, se presenta así a la Lovelace: “Sin duda lo que suscitó la amplia curiosidad del público es, tanto el talento para la fellatio que posee Linda, como su estilo ingenuo: una inocencia tímida mezclada con entusiasmo sexual y con una completa ausencia de inhibiciones.” En 1974, Pinnacle Books imprimió “The intimate diary” (traducido al español en 1977), que es una suerte de memoria lúbrica en donde la estrella intenta explicar el sentido de la película y de su concepción moral. En un momento dado habla del presidente de Norteamérica entonces: “¿Es que Nixon tiene aspecto de haber besado alguna vez un coño? Si lo hubiera hecho, si pudiera hacerlo, estoy segura de que el país sería diferente. Estoy segura de que el mundo sería diferente. Sería estupendo que un buen día se anunciara por la televisión: ¡Hola Amigos! Presten atención. El martes próximo será el día del sexo. Yo, en mi calidad de presidente, pienso quedarme el día entero en casa sin dejar de golpear. Su presidente echara una cana al aire”.
Cuando Georgina Spelvin es entrevistada por Jack Frischer para la revista Hooker (mayo de 1981), recuerda así su personaje de El diablo y la señorita Jones: “Todo el film fue de una maravillosa sorpresa a otra. Copulé ante la cámara con bellos hombres jóvenes. Mis mejores amigos dicen que murieron y llegaron al cielo sin poder admitirlo. Algunos críticos y el público dicen que la cinta es mágica; todo lo que puedo expresar es que estos productores y el director trataron de que se hiciera el amor sin las engorrosas luces.” Por esos tiempos de cambio de ruta se suscitó un escándalo mayúsculo cuando en los muelles neoyorquinos se realizó un “blue movie”, lo que no hubiese tenido nada de peculiar si no fuera por la inclusión en la película de un crimen, con todo y puñaladas a una participante cuyo fin de orgía significó también el de su existencia; Paul Schrader (“Chantaje Mortal”, “Gigoló Americano”, “La Marca de la Pantera” y un clásico: “Mishima”) llevó a la pantalla los hechos relatados en “Hardcore” (que se exhibió en Latinoamérica como "¿Dónde está mi Hija?"), en 1978. Hoy esta clase de cintas son inapreciables entre cierta clase de público aficionado, que llegó a pagar doscientos dólares por observar las escenas de un asesinato teñido con el velo de la sexualidad; la cinta de Schrader fue sólo una modesta ilustración y su peor trabajo fílmico. En 1977, dentro de este recorrido, Billy Thornbery contrató a Anthony Spinelli para que dirigiera y fuera el coguionista, al lado de Dean Rogers, de “Sex World”, una cinta que recorre distintos ámbitos del eros, sin caer en lo pornográfico comúnmente vulgar: la ternura, un sentimiento generalmente extirpado del género, aquí aparece en varias ocasiones; siendo el discurso formal encaminado a alertar a las parejas sobre las felicidades que logra quien se dedica a satisfacer los placeres de alcoba. El lirismo es ciertamente un tanto aburrido en la cinta, pero hoy se la considera una joya arqueológica, porque, en alguna medida, marca el final de una década en la cual los universitarios disfrutaron con el porno un tanto más abiertamente, al entrar a la sala oscura el público femenino que acompañaba a sus novios para ver una cinta que es, a su manera, una lección libre de racismo, donde el sexismo habitual queda relegado a la noción de que todo el eros debe compartirse sin privilegios para uno u otro sexo. La elementalidad de la propuesta resulta legítima porque deriva de las otrora estancadas marismas del porno tradicional. Justo es decir que antes en Japón se habían hecho cintas en que se veía esta reinvindicación, pero es un Hollywood, más que en ninguna parte, donde el cine se definía con tintes morales.
Hoy la llamada “nueva izquierda”, la llamada “nueva derecha” son fundamentalmente, un asunto de sexo. Divididos por el respecto y la cercanía a lo que se llama “valores de la familia”, apuntan en definitiva a lo sexual. A lo que se dice acerca de sexo, más que nada. Es cierto que en nuestra civilización de cambio de milenio hay el sentimiento generalizado de que otros están decidiendo lo que les corresponde; una mezcla más bien que hiede a licencias liberales enfrentadas al puritanismo. Sin embargo, cualesquiera que hoy visite lo que queda de Hollywood, verá que el suburbio de Los Ángeles mitologizado como sitio de perdición, sufrirá un shock al descubrir que allí, como en la más conservadora poblada latina, es un crimen beber cerveza en la vereda (así es que también la lata debe llevarse escondida en una bolsa de papel). Pero abundan los Porno shops y, muy de mañana, en Venice, se puede ver a los indigentes recogiendo comida de los tachos de basura. A la mesa de las casas en las colinas nunca falta el vino francés o de Chile, y de noche sólo es posible caminar con algún vecino (porque todo el mundo se conoce). Para Robert Hughes, crítico de arte, esta suma de contrariedades “puede ser herencia de la guerra fría”. Lo cierto es que en Hollywood se ve al mundo en la forma de “nosotros contra ellos”. Como asunto de libertades y conservadurismos críticos. Con una celebridad que da la cara en cada bando: allí comienza el negocio, igual que en todos los sitios. La “nueva derecha” tiene sus voceros en los predicadores evangélicos de la televisión, en varios políticos y algunos actores que apoyan la idea, como Charlton Heston y Arnold Schwartzenegger: republicanos de primera línea. La “nueva izquierda” cuenta con académicos universitarios formados en los sesenta, los amigos del presidente Bill Clinton, las decenas de gentes del medio que no serían atrapados vivos en una ceremonia de entrega del Oscar de la Academia sin su cinta roja de prevención del Sida tomada en la solapa del saco: Barbra Streissand, Elizabeth Taylor, Warren Beatty... Pero estas dos facciones en pugna tienen más en común que en contra, y les conviene. En ambos bandos hay quienes adoran hacer dinero por sobre todas las cosas. Ambos aman el proselitismo: quien no esté con ellos está en contra de ellos. Son super críticos. En ambas filas, los que dan la cara son, en general, las personas con un trabajo estable y bien rentado dentro de una economía precaria.
Otra de las particularidades de esta enemistad, es que la industria pone ojo ciego en todo. En los viejos tiempos, los contratos de las estrellas las obligaban a pagar por cada una de sus indiscreciones. Charlie Chaplin fue considerado una vergüenza al encarar su paternidad y tuvo problemas por eso. Hoy, Anthony Quinn, casi a los ochenta años, puede admitir que tuvo un hijo con su secretaria, que es 50 años más joven que él. Otro de sus vecinos, Michael Jackson (con una enorme fortuna hecha en la música y puesta a disposición del cine) es acusado de infanticidio y, millones más millones menos, queda impune. Aunque es imposible culpar al cine por lo malo de la sociedad, es fácil ver por qué los negocios de la entretención se han convertido en el enemigo favorito de la “nueva derecha”. Los grupos más conservadores, los impulsores de legislación antitodo consideran que Hollywood está moralmente perdido. En su casa en una de las calles que sale de Venice Beach, converso con dos de "censores" de la ciudad, es un viejo matrimonio de abogados hollywoodenses, miembros de una de estas ligan "antitodo", quienes dicen: "Veamos el matrimonio de Bruce Willis y Demi Moore; mientras él es tomado por la cámara en un desnudo frontal, ella posa embarazada en la portada de Vanity Fair; en las entrevistas exalta las virtudes del matrimonio y la maternidad mientras acepta dormir en el cine con Robert Redford por un millón de dólares. Es más de lo que podemos soportar. Hollywood es el lugar de los matrimonios separados (ya no se destrozan, porque jamás estuvieron tan juntos), el dinero rápido, y el glamour superficial, y es una industria que hace una fortuna creando imágenes cinematográficas de sexo, especialmente usados en la televisión."
Resulta genial la inconsistencia de una cultura en la que sus miembros se conectan por 24 horas a una red de televisión cable estrictamente pornográfica, como el viejo matrimonio de abogados, donde observan y observan, y al mismo tiempo son los mismos que boicotean las exhibiciones de desnudos y cancelan las muestras públicas en museos, como el J. Paul Getti de Santa Mónica, que debe guardar en sus bodegas innumerables estatuas rescatadas en Pompeya por resultar sus poses “poco convenientes”.
El trato que hoy hace Hollywood con la moralidad es simple: deja ciertos aspectos tranquilos, si se puede hacer algo de dinero manteniendo el silencio, y explota ciertos otros si hay dinero comprometido. En 1993 a Tri Star Pictures le disgustó bastante que la cinta de Woody Allen “Maridos y Esposas”, coincidiera con la publicidad de su unión con Soon Yi Previn Farrow, la hija adoptiva de Mia, su compañera hasta entonces. Allen perdió la guerra por la custodia de sus hijos y se quedó sólo con Soon Yi, ante la estupefacción. Sin embargo, el Estudio, de cualquier forma, concluyó la realización de “Manhattan Mystery Murder” su última cinta, entonces. Una premisa, entonces, es que si un hombre produce dinero, es intocable. "Excepto -dicen nuestros viejos abogados-, aquellos que están involucrados en drogas. Incluso los médicos que expenden recetas están super vigilados, eso comenzó luego de la muerte de Marilyn, en una época en la que cualquier médico podía recetar, por ejemplo, morfina, sin ser especialista. Las drogas no tienen aquí respaldo posible, tal o cual miembro de la colonia, si es descubierto, es crucificado. Así, la polaridad entre la derecha y la izquierda practicada en estos términos no terminará pronto. Cada uno de los bandos está ahí para mantener al otro. Como en los viejos tiempos".
Y hoy como ayer, han gentes más o menos afortunadas en Hollywood: “A algunas actrices les ocurren cosas tan terribles que nadie lo creería si lo contásemos”, dice Jane Seymour, en su sitio que preside la Asociación de Actrices en Defensa de su Condición, uno de los grupos que surgieron para proteger los derechos a subsistir de los hacedores del cine. En nombre de las actrices, Jane Seymour ha realizado en Norteamérica y Europa una labor que en nada desmerece su propio trabajo (ha encarnado a personajes como la cantante María Callas, la actriz Gloria Swanson y la duquesa de Windsor). Dice la actriz Seymour:
“Nuestro sector está siendo víctima de muchos abusos y de una gran marginación. Y eso, en este casi final del siglo XX, cuando se han logrado tantísimas ventajas en muchos aspectos sociales, resulta lamentable. No podemos cubrir el sol con un dedo. Somos conscientes de que en nuestra profesión existen muchas actrices hundidas en el alcohol y las drogas, así como otras que son perseguidas sexualmente en contra de su voluntad. Es cierto que hay algunas sin escrúpulos y apoyando esa actitud machista de muchos productores y directores pero es más cierto que no todos somos así: la mayoría sólo quiere un espacio para expresar su arte, y vivir de ello por supuesto. El interés nuestro es ayudar a las que se encuentran en serias dificultades. Nos negamos a consentir que se nos manipule y nos negamos a que se someta cualquier clase de abuso contra la mujer. El hecho de que yo presida esta Asociación, que se haya dejado en mis hombros semejante responsabilidad no significa que sea la más inteligente ni la más luchadora. Simplemente se debe a que un grupo de compañeras y amigas han preferido que sea yo, como hubiese podido ser cualquiera otra. La única diferencia que existe entre nosotras es que yo soy la que coordina las ideas que se nos ocurren a todas.”
Jane Seymour, que es muy hermosa, ha tomado una actitud plausista, y es que cuando se la llama a su oficina para una entrevista, para que nos cuente de la Asociación de Actrices, nos ha puesto por condición que tiene que acompañarla un grupo de cuatro o cinco de sus compañeras: “Sería absurdo y mediocre intentar hacerme publicidad con este trabajo. Ni siquiera puedo imaginar que alguien pueda creerlo: yo invito a una entrevista siempre a algunas porque la memoria es frágil, y no quiero que las necesidades de la Asociación dependan sólo de lo que yo pueda decir. Lo que más me interesa que se diga sobre nosotras es que hacemos un trabajo colectivo, jamás personal, porque nuestros problemas son delicados y, de cualquier manera no podría solucionarlos una persona sola. Aquí no hay estrellato que valga. Somos sólo mujeres que trabajamos y que nos hemos unido para defender nuestros derechos. Somos muchas y cada una de nosotras debe invertir su tiempo libre y a veces otra parte que restamos del descanso, para atender los problemas de las compañeras más desprotegidas, que son las más. Las actrices jóvenes en Hollywood, las que comienzan su trabajo tienen tantos problemas, y tan serios, que si fuéramos a contarlos públicamente serían pocos los que los creyeran posibles. Las que estamos mejor nos sentimos obligadas a ayudar, porque sabemos que la nuestra no es una profesión fácil; nunca lo ha sido. Entre todas las que conformamos la Asociación de Actrices hacemos lo que podemos, dije que somos muchas pero, durante mi gestión, que se ha prolongado por dos períodos, debo decir que -entre otras- en especial ha recibido el grupo de compañeras como Angie Dickinson, Jane Fonda, Sally Fields, Loni Minnelli, Mia Farrow, Diane Keaton, y muchas más compañeras.”
Diane Keaton trabaja con la Asociación de Actrices en Defensa de su Condición cada vez que está en Hollywood filmando, pero vive especialmente en Nueva York. Diane une a su extraordinaria capacidad histriónica un carácter especialísimo, producto de la lucha constante que ha librado en su carrera. Es ella una luminaria “sui generis”. Reacia a las entrevistas, por intercesión de Jane Seymour finalmente logro verla y que me conceda unos minutos. Dice que está en Los Ángeles como siempre: por motivos de trabajo. No confiesa interés alguno por vivir siempre en Hollywood. Es una mujer muy atractiva, pero difícilmente podría calificársele de gran belleza. Su rostro no tiene facciones especialmente definidas, y se vanagloria de poder caminar tranquilamente por las calles sin que la reconozcan. Es cierto que viste como cualquier chica envuelta en un atuendo lejanamente bohemio, muy de ella, pero un poco común, a pesar de que incluso ha impuesto modas desde la pantalla (cuando hizo “Annie Hall” popularizó entre las mujeres los chalecos desajustados y las corbatas semianudadas que caracterizan al personaje). No usa una gota de maquillaje (“tengo una aversión intrínseca contra el maquillaje y a los peluqueros”). Se confiesa “neoyorquina confirmada”. Dice que en Nueva York vive en “un departamento modesto, con dos gatos”. Lo cierto es que de las actrices que vienen desde la gran manzana regularmente a filmar a Hollywood es casi la única que se mantiene intacta: la ciudad del Cine no ha podido hacer de ella una estrella asequible, glamorosa, capaz de asistir a fiestas sin escalofríos de ansiedad. Hasta ahora ningún Estudio ha logrado su exclusividad, ni siquiera Woody Allen (“un ingenioso caballero” lo define ella).
Diane Keaton es “dueña absoluta” de su vida, y con fama de ser medio excéntrica (“sólo es que soy un poco reservada para este medio”). Lo cierto es que jamás se plegó a los caprichos publicitarios comunes a su trabajo. Sin embargo, a cien años desde la invención del cine es, en relación a su seriedad profesional una de las actrices mejor consideradas de la actualidad. Nació en Los Ángeles, o sea “en Hollywood mismo. Y quizás por inercia supe desde siempre que sería actriz”. Venció su carácter retraído para estudiar arte dramático en la Universidad de Santa Ana, donde interpretó infinidad de papeles en producciones novatas, a partir de lo cual inició su carrera, enormemente exitosa desde un principio. No es una Streisand o una Liza Minnelli, pero también tiene una voz muy agradable, una dicción perfecta, incluso en países que hablan otros idiomas, hace cálido el inglés más bien frío, y mucho sentimiento en lo que interpreta cuando canta: en persona una de las cosas que en ella llama de inmediato la atención es, justamente, la dulzura de su voz. De hecho, ella comenzó en el teatro musical, “yendo de una opereta a otra en giras por todo el país... cuando aún no cumplía veinte años”. Esa experiencia la ayudó para obtener su primer papel de importancia: en Broadway en la obra “Hair”, y descubrió Nueva York, aunque también sería justo decir que Nueva York la descubrió a ella. Luego, al obtener el principal rol femenino de una comedia sin música: “Play it Again, Sam”, conoce a Woody Allen. La relación que vivieron es hoy legendaria, y quedó plasmada en “Dos Extraños Amantes”, precisamente “Annie Hall” (de hecho el verdadero nombre de Diane Keaton es Diane Hall). Muchos detalles de esta cinta hacen inútil negar la influencia que en su carrera ha tenido Allen; protagonizaron juntos, además de “Play it Again, Sam” “Sleeper”, “Love and Death” y luego vino “Annie Hall” en la cual Woody Allen pide a Diane que cante una canción durante tres minutos, con la cámara girando a su alrededor. Ese homenaje basta para expresar lo que ella significó en su vida. Y sigue significando: luego vino “Interiors” y prácticamente la mayor parte de la realización de Woody hasta ahora, incluso cuando estaba casado con Mia Farrow (¿no llega a dirigirlas a ambas, incluso?). Pero sería injusto decir que Diane se lo debe todo a Woody Allen. Son muchas las actrices que un creador enamorado intentó imponer al público sin resultado alguno: hoy no existen. Lo que sucedió fue que Diane tiene mucho talento y Allen fue el primero en descubrirlo. Luego, él no tuvo nada que ver en la elección de Diane para los dos films de “El Padrino”. Y es significativo que Richard Brooks la contratara para “Buscando a Mr. Goodbar” después de verla en “Harry and Walter Go To New York”, también sin Allen. Se sabe que al momento de contratarla, Brooks le advirtió a Diane que no le permitiría, a pesar de su admiración por Woody, que éste viera una sola línea del guión de la película. (“Richard me dijo que no permitiría que mi extraño ex caballero entrara siquiera al set de filmación. A mí me gustó la novela y quería ser la intérprete, así es como acepté sus imposiciones. Pero de ningún modo me hubiera molestado su presencia.”) La carrera de Diane está repleta de paradojas, como el caso de esta cinta en que hace de maestra de niños de día y busca amantes de noche. De hecho, cuando aceptó el Oscar por “Annie Hall”, pronunció un breve y discretísimo discurso: les dio las gracias a los votantes por elegirla y a Woody por dirigirla. Y punto. Las palabras fueron correctas pero en el fondo falsas. Porque ella, como Hollywood en pleno, sabían que estaba recibiendo el premio no por “Annie Hall”, sino por su brillante trabajo en “Buscando a Mr. Goodbar”. Pero el nombre de “Mr. Goodbar” no se podía pronunciar en la ceremonia, porque ésta es la película que Hollywood ha odiado con pasión más que ninguna otra en cien años. La elegante farsa que culminó con su Oscar comenzó a gestarse en noviembre de 1977. “Buscando a Mr Goodbar”, película que rescata la impresionante actuación de Diane en un guión espléndido, se estrenó y de inmediato provocó un coro de elogios para ella y de insultos para el director y guionista Brooks. La situación “Keaton sí. Richard no”, llegó a su clímax cuando la cinta fue exhibida en función exclusiva para la elite hollywoodense. Al final aquellos señores vestidos de etiqueta y sus damas de largos modelos se pusieron de pie para sisear y abuchear a “Mr. Goodbar”, como si hubieran sido el público agresivo y mal educado de un cine de quinta. Es evidente hoy que la película incitó reacciones de indignación y repulsión extraordinarios en Hollywood, donde se habla mal de una película en privado, pero nunca con demostraciones similares a las de lanzar tomates y lechugas contra la pantalla. A “Mr. Goodbar” se le atribuyeron los peores apelativos que se inculcan al cine porno: sórdida y sádica, y además se la calificó de antifeminista. Y surgió el embrollo: Diane Keaton se merecía el Oscar, pero no podían concedérselo por una película tan chocante que desataba tal tormenta de improperios. Ella se mantuvo silenciosa en el ojo de la tormenta, y siguió trabajando. Nada más. Es cierto que en “Annie Hall” logra una buena actuación pero sin el vuelo y la fuerza de “Mr. Goodbar”. Además el papel de “Annie Hall” no era tan sólido como el de “Teresa” del “Mr. Goodbar”, la atrevida maestra de niños que de noche se va por los bares en búsqueda de sexo es too much, pero mucho más que la historia de una promiscua, porque enmarca la insatisfacción de una sociedad entera. Los críticos de Nueva York lo sabían, pero, ¿cómo premiar tal indiscreción de ventilar los problemas así de crudamente? Sin embargo, se apresuraron a premiar a Diane por “Annie Hall”. De “Mr. Goodbar” nunca más se habló. No oficialmente. No querían dejar constancia de su existencia. Y la Academia se escabulló por el mismo escape. Y he aquí una paradoja en su vida: ganó su primer Oscar por la película que no era, porque simplemente todos querían olvidar lo que ella tocaba en el fabuloso drama de Brooks. La verdad es que si ella no hubiese trabajado en otra cinta ese año, no habría existido una excusa que permitiera en verdad reconocerla. El caso “Mr. Goodbar” es muy curioso para enjuiciar el trabajo de Diane. La novela en que se basa la película describe a una muchacha feúcha, que frecuenta bares de mala muerte para conseguir un hombre que pase la noche con ella. Pero Diane se ve tan atrayente, tan radiante, tan seductora, que el personaje parece no tener sentido, sólo “parece” porque, en verdad, se trata de una alta creación histriónica. La “Teresa” del libro tenía un monumental y enfermizo complejo de inferioridad, hasta cierto punto justificado por su apariencia. Pero la “Teresa” que hace Diane sería capaz de deslumbrar a cualquier hombre: verla entrar en tugurios mal olientes a seducir hombres bestiales era certificar al personaje como un caso de masoquismo lindante con la locura, excelentemente bien interpretado, que, desde el principio, hace chocar al espectador esa bella mujer irremediablemente camino a un final prematuro. Desde un comienzo se respira esa atmósfera de alma perdida que logran sólo ciertos personajes que encarnan la caída del ser humano. “Buscando a Mr. Goodbar” interpretado por Diane Keaton es un fenómeno insólito en la historia del cine. Los méritos de la actriz hundieron cualquier crítica que pudiera despertar la cinta, hoy objeto de cult movie en nuestros países.
“Pero yo logré escapar ilesa -nos dice Diane-. Gracias a que allí estaba a mano “Annie Hall”. Pero la luz es imposible taparla con una uña: de una u otra forma “Teresa” fue hasta ahora mi trabajo más difícil, por eso es también el que más quiero. Por supuesto que “Teresa” es ella, no soy yo. Yo tampoco soy “Annie Hall”. “Annie” es una creación de la imaginación brillante de Woody, pero no se parece a mí en realidad. Me paso la película entera diciendo “La, Di, Da...” ante cualquier situación. Eso lo inventó Woody. Juro que -fuera de la película- jamás en mi vida he dicho “La, Di, Da...” Es natural que la gente tienda a identificar a quienes actuamos con los papeles que hacemos. Pero generalmente son lo más opuestos que se puede ver a uno mismo. Yo juro, a quien quiera oír, que jamás nunca me he ido por las calles en búsqueda de compañía para pasar la noche. Porque no bebo, ni salgo de noche porque soy muy friolenta, así es que suelo dormir temprano. Además no necesito compañía, ¿No dije acaso que vivo acompañada de dos gatos?".
© Waldemar Verdugo Fuentes
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